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La semana de mis errores

Lunes: tontos enmascarados. Empecemos por el asunto central que nos han impuesto: el coronavirus, con ese nombre que ya no sé si forma parte del antimonarquismo emergente, tanto éxito está teniendo. Dos cosas me han llamado la atención de esa enfermedad que se sigue con tanta pasión como una final de la Champions. La primera, su foco en Irán, exactamente en la ciudad de Qom. Conocimos su nombre a finales de los 70 y era llamada la ciudad santa de Qom por ser el epicentro del chiísmo iraní, místico por un lado y combativo con el sha Reza Palevi y su corte, por otro. Desde Qom se expandió el chiísmo religioso unido a la teocracia política, derrocando al Sha, que tuvo que salir por piernas e instalarse en Egipto, para después morir de un cáncer fulminante. Pues bien: esa ciudad de Qom que expandió lo que luego sería el régimen que gobierna Irán desde hace años -y que al principio tuvo aliados demócratas laicos como Bani Sadr y una vez en el poder se los quitó de encima, purga tras purga (vayan tomando nota)- es la misma ciudad desde donde ahora se expande el coronavirus por la región. Entonces Jomeini estaba exiliado cerca de París y la izquierda europea, empezando por la progresía española, estaba deslumbrada con el personaje y su turbante. Años después y visto lo que era la revolución chiíta, callaron como peces abisales y sólo una escritora amiga mía que escribía fascinadas columnas en prensa, hizo público después su mea culpa una y otra vez por si hiciera falta. Nadie siguió su ejemplo, con lo bien que nos iría si admitiésemos las culpas que tengamos en lo que la prensa propaga.

El coronavirus no se lo ha inventado la prensa escrita, ni la televisión, ni la radio, pero parece que las tres tuvieran acciones en el virus. No digamos en la fábrica y distribución de mascarillas. Y lo que digo no es matar al mensajero, que ya está bien de tonterías. Cada vez que pasa algo distinto demostramos lo idiotas que podemos llegar a ser en cuestión de minutos. Esta semana con las mascarillas: todo el mundo a comprar mascarillas, como si fueran una pócima mágica que nos hiciera invisibles e inmunes al bicho. Qué listos somos con un par de mascarillas en el cajón de la mesilla de noche y varios kilos de arroz en la despensa. Mientras tanto, el gobierno italiano permite que sus soldados lleven mascarilla y el ayuntamiento de Madrid que lo hagan sus policías municipales. ¿A qué estamos jugando? Carnaval ya ha pasado y si está escrito que nos hemos de contagiar no lo va a evitar una mascarilla. ¿Dónde hemos dejado el fatalismo mediterráneo? Como la cosa siga así, les recomiendo una máscara del Dottore della Peste, ya saben, aquella del largo pico de ave, a ser posible, negra, como en el Casanova de Fellini. El jueves, 27, por la noche, para celebrar tanto disparate histérico, salí por Palma enmascarado con una que compré en Venecia hace veinte años: Il Dottore de la Peste redivivo, paseando por Zavellà. Puestos a hacer el tonto, mejor llevarse el campeonato.

Miércoles. Casi tan malo como una peste que azotara la ciudad ha resultado el cambio de numeración, frecuencia y trayectos de los autobuses urbanos. A traición y sin avisar ni informar: ya se acostumbrará el contribuyente. Y ha sido malo no sólo por lo absurdo del plan sino porque una de nuestras especialidades es -lo dije más arriba- no enmendar los errores sino afianzarse en ellos; de lo contrario se pierde autoridad, piensan convencidos los que rigen el destino público del ciudadano, aunque sea en bus. Los pobres chóferes de la EMT llevan semanas recibiendo quejas de los usuarios cuando ellos poco tienen que ver en el desbarajuste que ha organizado el ayuntamiento con un par de técnicos traídos de Barcelona -eso al menos me contaron- y otro par de aquí. Sospecho que ninguno de ellos coge el autobús en horas punta, ni en horas muertas, ni se pasean por los mercados -donde todo es run-rún irritado por estos cambios-, ni pensarán nunca que se han equivocado. Y encima van a subir medio euro el billete. En fin, que si dejaran las cosas como estaban antes -que no ocurrirá- todo iría mucho mejor.

Viernes. Fui a ver Parásitos y -el que avisa no es traidor- no me gustó. Entonces, ¿por qué ha gustado tanto en todo el mundo-mundial? Porque encaja como un guante en el pensamiento dominante: el de la escuela del resentimiento, que tan bien retrató Harold Bloom en lo referente a la literatura. Parásitos es una película maniquea donde el humor y el ingenio se emplean para ennoblecer los peores sentimientos entre humanos, nada más. Los afortunados son muy tontos y pijines, con problemas psicológicos y viven en casas maravillosas; los desafortunados son muy listos y fuertes, tipo espartacos postcapitalistas, y viven en lugares miserables. Mientras duró la proyección me encontré añorando The Servant, con un magnífico Dirk Bogarde, que nunca estuvo tan poderoso como en esa película, antepasada de la coreana pero infinitamente mejor. Y pensé también que Viridiana de Buñuel sería un buen antídoto para todos los que están encantados con Parásitos y sus óscares y salas llenas y buenas críticas y aplausos varios. Pero seguro que estoy equivocado y vivo, como en todo lo demás, en un gran error. Què hi farem!

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