Existe un consenso sobre el funcionamiento de la Unión Europea y sus instituciones. Frente a las significativas ventajas que ha comportado el mercado único con la libre circulación de personas, bienes, servicios y capitales, la defensa de los derechos del consumidor, los fondos de solidaridad y otros aspectos exitosos, los estados miembros han paralizado la cesión de competencias a la Unión o su armonización. Como nos recordaba hace pocos días el exministro Piqué en el Cercle Financer de Balears, para que Europa sea una de las potencias líder en el concierto mundial, resulta básico el desarrollo de unas Fuerzas Armadas europeas. Lejos estamos de alcanzar estos grandes objetivos. Pero en un tono menor, tampoco se observan avances significativos. Por poner solo un ejemplo, ciertas diferencias en los tipos de diversos impuestos podrían generar incluso incentivos al establecimiento de ventajas competitivas, no obstante, las grandes diferencias en algunos casos como el impuesto de sociedades, se han convertido en un lastre para la competencia en el propio seno de los países de la Unión.

Sin embargo, si hacemos un balance desde una perspectiva a largo plazo de lo que ha significado Europa para España no podemos más que ofrecer una opinión positiva. Es más, para nuestro entorno Europa se ha convertido en una cuestión de supervivencia. En el lado opuesto de la moneda y con el consiguiente peligro, se refuerzan los nacionalismos estatales y los identitarios en los que la defensa de lo propio nos aleja del beneficio que supone ser coherentes en favor de la cooperación y en contra del conflicto.

En el caso español, Europa ha jugado un papel significativo para trasformar una realidad deprimida y decadente en un país destacado en el concierto europeo. Y esto es especialmente cierto en el ámbito económico. España sufrió durante más de un siglo una política proteccionista con fuertes aranceles y prohibiciones a la importación para favorecer a las regiones industriales en perjuicio de la agricultura, salvo básicamente los cítricos que Europa no producía. Estamos ante una de las principales razones de lo que se llamó el fracaso de la industrialización en España. Al final, todo fue una historia de perdedores. ¿Cómo nos puede extrañar que hasta hace poco la gente observara que productos como el aceite y el vino de tanta tradición, no se vieran en las estanterías de las tiendas, los hoteles y los bares del extranjero? ¿Qué capacidad de generar el know-how en el ámbito de los canales de distribución y venta en el ámbito de más de un siglo de economía cerrada?

Ciertamente, el resultado final fue desolador, impulsado por la crisis de los setentas y la aceleración de los cambios tecnológicos. Lógicamente, España y su economía solo tenían una salida a través del cambio del modelo secular de efectos perversos. El gran incentivo para iniciar el camino, era la necesidad, desde luego, política pero también económica de la integración en Europa después de un pasado tan oscuro. En este contexto, la reconversión industrial llevada a cabo por el Gobierno de Felipe Gonzalez fue el eslabón imprescindible para ser miembros de la Comunidad en 1986 desde una posición más competitiva.

Lo que viene después es de sobras conocido. La economía española tuvo que integrarse en la Unión Monetaria y el euro lo que le obligó a incorporarse a la disciplina fiscal ante la imposibilidad de recurrir al recurso de la política de tipos de cambio. En nuestro ámbito la disciplina fiscal es una asignatura difícil ante la manifiesta propensión de nuestras administraciones a recurrir al déficit público a través de la falta de contención del gasto. En el periodo de expansión de la pasada década hasta el año 2008, las elevadas tasas de crecimiento permitieron por si solas el control del déficit, aunque la política económica española fue incapaz, como hicieron otros países europeos, de desarrollar políticas de ingresos y gastos públicos contracíclicas tan recomendables en las fases expansivas y a pesar de los avisos de Europa.

Logicamente, la crisis del 2008 se tenía que cebar más en España que en otros países, y así la Unión Europea tuvo que volver a imponernos medidas de austeridad con el correspondiente sacrificio para los ciudadanos. Aunque no se evitó el rescate bancario si que no fue necesario el rescate de la economía. He aquí la demagogia del término austericidio. De este modo, hemos salido de la recesión, eso sí, con significativos desequilibrios que habrá que corregir.

La garantía de futuro para España depende, como hasta el presente de Europa, tanto desde el punto de vista económico como territorial. La defensa de los populismos y nacionalismos de no transferir competencias a Europa y crear fronteras, nos parece inadmisible. Tanto desde el punto de vista de una Europa geoestratégicamente más trascendente y una España con un futuro más garantizado, no hay duda sobre cual es la opción. Sin duda mi opción está clara: más Europa.

* Professor Emèrit de la UIB