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Pasajes

El otro día, paseando por la Ciutat Vella de Valencia, me topé con el Pasaje Ripalda. Cualquiera que ame pasear por las ciudades tiene que amar los pasajes comerciales (o las galerías, como se las llama en Palma), aunque cada vez vayan quedando menos y en peores condiciones. Walter Benjamin, que se propuso escribir un libro sobre los pasajes de París que nunca llegó a concluir, hablaba del gran poema de los escaparates que se podía encontrar en cualquier pasaje comercial, y decía que en todos los pasajes alentaba un extraño espíritu utópico, cosa rara porque los pasajes estaban hechos para ensalzar el comercio y la vida burguesa. Pero Benjamin añadía que en los pasajes se puede soñar con un mundo lejano y pasado, mucho mejor que éste, en el que las cosas estén libres de la servidumbre de ser útiles. Un mundo sosegado y tranquilo. Un mundo sin explotación laboral ni fábricas ni crímenes. Un mundo de farolas de gas y de señoras que conversan pausadamente frente a una sombrerería.

Me acordé de la frase de Benjamin cuando me metí en el Pasaje Ripalda y me puse a mirar la cubierta de cristal y de hierro y las vidrieras modernistas. Según cuentan, el primer ascensor de Valencia estuvo allí. Y también estuvo allí el Gran Hotel Ripalda que cerró después de la guerra civil. Me alegró ver que en el pasaje todavía había una tienda que solamente vendía guantes -una guantería, palabra que ya casi nadie conoce-, y que a su lado había otra tienda que vendía trajes regionales. En el pasaje hubo también una sombrerería, que tuvo que cerrar hace ya tiempo, y una tienda que vendía botones, y otra tienda -Textiles Oltra- que era la mejor camisería de la ciudad y que tenía unos escaparates diseñados por Gaudí, o eso al menos se decía. Cito estas tiendas -la sombrerería y la botonería y la camisería- porque el silencio que reinaba en el pasaje era un silencio que parecía llegar directamente del pasado, desde ese mundo perdido -tal como decía Benjamin- en el que los objetos ya ni siquiera necesitaban ser útiles.

Pero lo más extraño que te ocurre al pasear por el Pasaje Ripalda es que de repente te das cuenta de que esa galería comercial sigue formando parte de nuestro mundo, igual que las Galerías Velázquez o el Pasaje Miquel Juan Ribas de Palma. Sólo que en ese mundo no existe el griterío histérico de Twitter, ni las grotescas posturas de forzudo de circo de los políticos que se pasan la vida gritando y amenazando y diciendo barbaridades que no tienen la menor relación con lo que ocurre en el mundo real. Mientras miraba las molduras y las vidrieras, y los poemas de los escaparates donde se vendían guantes de cabritilla y abanicos y peinetas, y una tienda de moda que anunciaba "ropa alegre de mujer", pensé que ese sosegado mundo burgués que tanto fascinaba a Walter Benjamin seguía existiendo en el mismo mundo dominado por Ikea y Amazon y Facebook. ¿Por cuánto tiempo? Eso no lo sabíamos, pero ese mundo perdido de los pasajes aún no se había extinguido del todo, del mismo modo que no se había desvanecido por completo aquel mundo de finales del siglo XIX en el que se había construido el primer ascensor de Valencia y en el que un arquitecto catalán con fama de loco había diseñado los escaparates de una tienda de modas que se llamaba Textiles Oltra. Bastaba pasear por el Pasaje Ripalda para que de repente esas tiendas que habían desaparecido hacía mucho tiempo se hicieran presentes entre las vidrieras y las molduras. Bastaba sumergirse un rato en aquel silencio -un silencio hecho de susurros y de pasos amortiguados- para saber que nada de aquello se había perdido del todo.

Supongo que el Pasaje Ripalda no aparece en las guías turísticas y que poca gente que vaya a Valencia se da cuenta de que existe. Quizá sea mejor así. Y también es bueno saber que detrás de las cacofonías cotidianas de Twitter y detrás de las exhibiciones grotescas de los políticos -de todos los políticos- hay una vida ciudadana que no se deja alterar por los gritos ni por las amenazas y que procura vivir de la forma más tranquila posible. Ya sabemos que la política actual se está polarizando de una forma peligrosa y cada vez nos acercamos más a ese enfrentamiento ancestral de los dos gañanes que se sacuden garrotazos en medio de un páramo calcinado. Y tanto que sí. Pero al menos nos quedan esos pasajes ocultos en mitad de las ciudades. Son pocos, sí, y casi nadie los conoce. Pero la vida, allí, sigue siendo sosegada y amable. Es decir, utópica, si lo decimos como le habría gustado decirlo a Walter Benjamin.

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