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Pilar Garcés

El desliz

Pilar Garcés

Niños en el psiquiatra

Volviendo de un viaje a Irlanda, donde ha escuchado las críticas de las víctimas de los sacerdotes pederastas a su falta de contundencia contra los culpables, el Papa ha sugerido terapia para los pequeños homosexuales

Se ha generado estos días en las redes sociales una campaña en la que se pide a las personas que expongan los recuerdos y vivencias del momento en el que expresaron a las claras en el entorno cercano su diversidad sexual, o los padecimientos que sufrieron por salir del armario. Con el hastag #MeQueer, una trinchera similar al #MeToo que invitaba a las mujeres a visibilizar el acoso machista, cientos de almas han volcado en Twitter sus experiencias, a menudo traumáticas, al hablar a las claras con sus familias, sobre el abuso sufrido en la escuela, la incomprensión y en muchas ocasiones la burla por ser gays, lesbianas, bisexuales, trans. Sus historias hielan la sangre. El chico al que sus padres prohibieron durante un verano entero coger en brazos a su hermano de dos años tras decirles que le gustaban los chicos; el joven que fue a buscar un carrete de fotos reveladas y escondió aquella en la que aparecía con mucha pluma por vergüenza de que la viera la familia; los chavales que huían del pueblo, y las chicas que perdieron de golpe a todas sus amigas; el niño en cuya casa dejaron una nota anónima: "su hijo es maricón". También habló mi amigo del alma, que volvió a relatar el miedo que sentía al llegar al cole a la vez que su hermana, por si ésta se percataba de cómo le humillaban sus compañeros, y la mortificación aún mayor cuando ella plantó cara a los abusadores para defenderle. Tanto dolor. Casi al mismo tiempo, se conocía que esta semana un niño norteamericano de solo nueve años se suicidó, posiblemente por el hostigamiento que padeció después de declararse gay ante toda su clase. Estas parábolas del desamparo, la violencia gratuita y la falta de caridad no aparecerán, sin embargo, en ningún catecismo del presente. A la vuelta de un incómodo viaje a Irlanda, en el avión, que es el lugar que el Papa elige para impartir la doctrina de andar por casa, Francisco contestó a la peregrina pregunta de qué deben hacer los padres cuando constaten la orientación homosexual de sus hijos. "Les diría en primera lugar que recen, que no condenen, que den espacio al hijo o a la hija". Ojalá se hubiese callado, pero siguió: "Cuando se manifiesta desde la infancia hay muchas cosas por hacer por medio de la psiquiatría..." ¿En serio? La respuesta buena era la única: el amor, pero el Santo Padre prefirió no salirse de los estrechos senderos que conducen invariablemente a la discriminación, y al discurso del odio.

Espero más de Francisco, y no me sirven los argumentos que le absuelven porque sus oponentes y enemigos son peores y más reaccionarios que él. La réplica a la pregunta meapilas del hijo homosexual da la medida de su capacidad y contundencia a la hora de gestionar el principal escándalo que afronta la Iglesia, el de la pederastia practicada de forma organizada, sistemática e impune por los sacerdotes católicos, cuyas víctimas se cuentan por miles en todos los países del mundo. La teoría de la manzana podrida se va quedando un poco corta para explicar los cientos y cientos de denuncias de niños y niñas abusados que morían en los cajones de los jerarcas del Vaticano, el cesto entero parece estar agusanado. No hay psiquiatras suficientes en el mundo para aliviar los calvarios a los que los señores del alzacuellos sometían a los pequeños, víctimas vulnerables cuyo silencio se aseguraban a base de amenazas y miedo. No hay terapia que les ayude ahora que son adultos rotos por dentro porque la Iglesia sigue prefiriendo, antes que la reparación, mirar hacia otro lado. Hacia personas que no cometen ningún pecado, porque solo están viviendo su vida como quieren.

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