Espero sinceramente que el doctor en Física, Mr. Sheldom Cooper, de Pasadena, California, ese extravagante pero a su manera adorable, personaje de la televisiva serie The Big Bang Theory, no inicie acciones judiciales por plagiarle su famoso programa youtubero casi perpetrado para solaz de desapasionados internautas; y es que lo de las banderas tiene en estos días mucha cuerda, y no solo para amarrarlas al mástil.

Llevamos una temporada que, al igual que en el sainete protagonizado en la red por Sheldom, no nos es posible el conectar la caja tonta, sin ver su contenido plagado de banderas de todo formato y color, utilizadas a mansalva para salvaguardar ésta o aquella apetencia personal o supuestamente política, con la única similitud de que todas ellas andan henchidas más por el desconocimiento, la cabezonería, la sinrazón, la ira y hasta la avaricia que por el viento circundante. Esto de las banderas se me antojó siempre una especie de navaja barbera hecha de tela, y es que tal parece que sirve igual para dejarle a uno una piel perfectamente rasurada y fina como para segarle al contrincante la docena larga de conductos sanguíneos que corren por la cara anterior del cuello; como casi siempre lo malo no es el objeto sino la intención con la que se utiliza, en gran medida sin calibrar ese uso.

El otro día sin ir más lejos, en uno de esos innumerables reportajes televisivos del asunto, tal parece que trasfronterizo, de aquello de los de un lado que no quieren seguir compartiendo territorio con los del otro lado, y rodeado de innumerables banderas, conocidas como 'la cubana', para los afines la estelada, aparecía, seguramente extraviado, un portaestandarte enarbolando firmemente una bandera tricolor, esto es la representativa de la misma República que en al año 1.934 actuó con unos métodos nada marianos, si se me permite el chiste fácil, para desarbolar la entonces proclamada república catalana, prefiriendo un catalán de socarrel, como era D. Domingo Batet i Mestres, general de brigada por aquel entonces y fusilado en 1937 por no apoyar el levantamiento del 18 de Julio, hacerlo con maneras menos diplomáticas y algo más expeditivas. Daba cierta ternura contemplar una bandera representativa de un determinada unidad estatal compartiendo protesta con las que reniegan de esa misma concepción unitarista.

Es obvio que las banderas, casi siempre asociadas a lo militar y a esa forma de hacer política por otros medios que diría Don Clausewitz, han sido casi siempre utilizadas para reconocer en la trifulca a los propios para así distinguirlos de los ajenos con el sano objetivo de macharles a ellos sin darle algún mandoblazo en falso a los de uno; y es que tal parece que, para algunos, las banderas, con su forma de ordinario rectangular, están más concebidas para mantener a los enemigos fuera que para contener en su interior a los afines. Aún así sigo sin comprender, en mi cortedad, porque algunas enseñas, en los tiempos actuales, tan alejados de banderías batalladoras, siguen levantando en gentes de apariencia normal y hasta pacifica tanto odio, aún cuando es factible que el elemento generador de tal epidemia no sea tanto el significado de la bandera como el contenido del cerebro de quien la odia, y es que debería ser por todos compartido que no se defiende mejor lo de uno denostando lo del contrario; la excelencia y el respeto por el adversario siempre me han parecido, con mucho, más loables que el rencor y el desprecio por el de enfrente.

Y da igual la épica con que cada bandera quiera adornarse, lo normal es que su origen tenga más que ver con lo cotidiano, con lo que realmente importa que con hazañas novelescas; un ejemplo, la bandera que se describe en el artículo cuatro de nuestra aún vigente Carta Magna, a la que algunos con demasiada alegría califican de franquista, debe su razón de ser a que esos son los colores que mejor se distinguían en la inmensidad del mar, y tal fue la causa y no otra que un Real Decreto, allá por 1785, de recomendable lectura, mando a la Marina, en aquella época Real, que aún llevaba en sus popas la bandera blanca con la cruz aspada de San Andrés y por ello se las veía y deseaba para reconocer a los suyos entre las olas, para que cambiase en las cangrejas de los navíos reales la antigua enseña por la de nueva coloración; así de sencillo, por simple practicidad. Qué gran ironía pues para el "odiador" de unos colores el tener que llegar a la conclusión de que la tan despreciable cromática tan solo obedece a facilitar la agudeza visual del navegante.

Y es que no parece tener lógica explicación que al mero hecho de hacer ostentación callejera de unos colores sea automáticamente entendido algo así como ser numerario de carnet de menos de tres cifras en el partido nazi alemán de los treinta pero hacer otro tanto con otras enseñas, otros estandartes, sea preclaro síntoma de acrisoladas raíces democráticas. La cosa no es tan sencilla, las actitudes fascistoides no derivan de las banderas sino de las voluntades, de las actitudes. Sé que corro el riesgo, con éste mi parecer, de ser tildado de enemigo de unos o de cómplice de otros, pero no tal, prefiero ocupar mi cerebro con ideas, con sensaciones que no con banderas y banderías, pero si tengo para mí, viendo a ciertos abanderados, que no cabe otra explicación para determinadas actuaciones que llegar a la conclusión que para algunos lo de enarbolar banderas es tan solo una excusa para poder llevar un palo en la mano por la calle. Visto lo visto quizás debiera haber cambiado el titulo de estas líneas; Hate with flags, sería más apropiado.