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Un cacahuete

Tendría unos 7 años. Iba con su madre al supermercado y se le antojaron unos frutos secos. Quiso que su madre le comprara -concretamente- cacahuetes. 'Venga, mamá, sólo unos pocos'. No. 'Anda, que quiero merendar'. Pero su madre había dicho que no. Así que el crío alargó una mano disimuladamente al estante donde los dichosos cacahuetes estaban expuestos a granel y cogió uno. Uno. Su madre, al verlo, cogió al niño del brazo y lo llevó ante el frutero. Le confesó que su hijo le había robado y le pidió que llamara a la Policía. Llegados a este punto, una ya puede imaginarse al dependiente aguantándose la risa e intentando colaborar con la madre en la educación de su hijo. El resultado del mal rato -mamá es la que debería protegerme y no acusarme ante la Policía- es que el chaval aprendió la lección: hay unas normas e infringirlas tiene unas consecuencias. El protagonista de la anécdota en cuestión nos contaba entre risas que el mal trago le ha servido para pagar un montón de IVA y para que, años después, le resultara imposible robar postales de París en el viaje de estudios, cosa que todos sus compañeros hacían. Él les esperó unas calles más abajo de los souvenires.

Fue, claro, hace al menos 20 años. Antes de que algunos pedagogos nos dijeran que cosas así podían causar traumas irreparables en nuestros hijos. Antes de que desconocieran los límites, que no es no. Cuando les hacíamos responsables de sus propios actos. Sí, también con 7 años. A esa edad son esponjas: imitan lo que ven, creen lo que escuchan, aprenden lo que se les enseña. Así que no es poca la responsabilidad que tienen los padres y la sociedad en general -en este caso el frutero- en el resultado futuro de ese niño. Hoy es abogado.

Les contaba esto porque justo hoy hace 20 años un miserable asesinaba a Miguel Ángel Blanco. Con el heroico método gudari del tiro en la nuca. Un chaval de 29 años que perdió todo lo que le quedaba por vivir, pero cuya muerte sirvió para que muchos despertaran. Y dijeran bien alto y con la cara descubierta que ya basta. Un chantaje inadmisible que supuso el principio del ¿fin? de la banda terrorista ETA. Somos muchos los que no olvidaremos jamás -a mí me pilló en la adolescencia- aquella cuenta atrás agónica. Aquel hilo de esperanza de que las alimañas cedieran a la presión de millones de personas en la calle y le dejaran vivir. Aunque en el fondo todos sabíamos que era lo que queríamos creer. Son muchas las lágrimas que la muerte de Miguel Ángel arrancó a quienes no le conocimos. Y eso también sirvió para avivar un anhelo inherente al ser humano: el de la libertad. Ser libres para pensar diferente.

Un asunto que ha vuelto a las cabezas de muchos gracias a 'Patria', la última novela de Fernando Aramburu. Mis lecturas pendientes han hecho que la haya empezado hace muy poco, aunque intuyo que no tardaré en terminarla. Quiero decir que no estoy en disposición de valorar la novela desde un punto de vista ético, porque aún no tengo claro si lo cuenta todo desde esa equidistancia en la que muchos han nadado tantos años cómodamente para no posicionarse ni en el lado de las víctimas ni en el de los verdugos. Olvidando que no tomar partido ante una injusticia es hacerlo por el que la comete. Una novela que refleja el sufrimiento y la angustia de tantos y tantos 'Txatos': empresarios extorsionados que vieron amenazada su vida y la de sus seres queridos, obligados a pagar el impuesto revolucionario. Los más de 800 que murieron a manos de los terroristas en lo que los verdugos han querido llamar 'lucha armada'. 300 asesinatos sin resolver aún hoy.

'Patria' refleja asimismo el punto de vista de Miren, madre de etarra, antigua amiga y aún vecina de la víctima en un pequeño pueblo. Como pasaban las cosas en el País Vasco. Una puede compadecer su sufrimiento, pero jamás justificarla en el apoyo a la causa de su vástago. Porque también es posible hacer como su otra hija: leer mucho y -a pesar del amor de hermana- reconocer que hay un asesino en la familia. Escuchaba hace poco al alcalde de Ermua cuando lo de Miguel Ángel, Carlos Totorika, asegurar que la semilla del rencor sigue anclada allí a pesar de que hayan parado los asesinatos. Durante demasiados años se ha sembrado el odio. Décadas en las que las Miren -y buena parte de la sociedad vasca- fueron responsables de dejar a parte de la juventud coger el cacahuete. De justificar sus acciones y ponerles excusas. Que si son cosas de críos, que si total él sólo ha dicho a qué hora suele coger el coche para ir al trabajo. Así, se diluía la responsabilidad individual en la acción colectiva. Pero el resultado no cambia: funerales y familias rotas.

Son muchos los autores que han intentado arrojar luz sobre los mecanismos que llevan al hombre a distinguir entre nosotros y ellos, haciendo de los segundos un enemigo a batir a toda costa, incluso deshumanizándolos. Haciendo imposible cualquier tipo de empatía. 'Los orígenes del totalitarismo' de Hannah Arendt, o -si quieren saber más sobre el País Vasco- 'El bucle melancólico', de Jon Juaristi. Puede que entonces entiendan por qué es mezquino negarle un homenaje a Miguel Ángel Blanco, con la excusa cobarde de que sería destacar una víctima sobre las demás. No. Se trata de simbolizarlas a todas ellas en una. De recordarnos que sigue siendo mucho más importante la libertad que la paz. De lanzar el mensaje -sobre todo a nuestros jóvenes- de que no todo vale para conseguir un cacahuete.

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