En las Islas Baleares los símbolos que nos hemos dado, los escudos y banderas que hemos incorporado a nuestro ordenamiento jurídico, que nos identifican como territorio singular y nos diferencian del resto de regiones, que ostentan nuestra más alta representación institucional y recogen nuestra historia, merecen el mejor de los tratamientos, y su uso en los edificios públicos debe ser extremadamente respetuoso no solo por lo que representan sino, también por lo que significan.

La ley de símbolos, en tramitación parlamentaria, tiene como motivación principal la de regular su presencia y su protección frente todas aquellas pretensiones interesadas en imponer simbología alternativa en nuestros edificios públicos.

La regulación de esta materia se justifica, más si cabe, cuando determinada simbología se traslada o tiene su origen en centros de enseñanza pública. La escuela debe servir para promover los valores de la igualdad y el pluralismo político, y debe garantizar el derecho del alumno y el de sus padres a gozar de un entorno libre de injerencias en sus ideas políticas, ideológicas o de la índole que sea.

Han sido muchas las ocasiones en las que hemos podido comprobar cómo los centros educativos se vestían de simbología susceptible de influir en el libre pensamiento del alumnado. En ocasiones se ha tratado de simbología institucional no reconocida oficialmente, es decir, que nunca nos hemos dados, signos distintivos de territorios distintos al nuestro y que su sola presencia en edificios públicos constituye toda una contradicción en si misma.

Hace días tuvimos ocasión de presenciar una manifestación pública que, según su motivación, promovía la defensa de una determinada forma de educar en las aulas. Fue una manifestación donde la libertad de expresión alcanzaba su máximo sentido, donde la protesta, la crítica y el reproche tuvieron un espacio adecuado, la calle. Allí cada uno, propietario de su propia simbología, la paseaba y la mostraba sin complejos y muchos con orgullo. Nada más que decir.

Que duda cabe que nuestro Estado de Derecho permite que cada colectivo defienda las ideas que considere, sólo faltaría. Se trata de una libertad y derecho que, como todos tiene sus límites, y los encuentra en el respeto a las libertades y derechos de todos los demás. Y esa libertad y ese derecho, no le está negada tampoco al funcionario público, solo faltaría. Pero si es cierto que le exige al funcionario público mantener un comportamiento y una actitud de imparcialidad en su actuación profesional como servidor de todos que es. Por esta razón debe abstenerse de usar su puesto y centro de trabajo (que le pagamos todos, los que pensamos igual que él o diferente), para abanderar sus individuales pretensiones, por muy legitimas y justas que estas sean, tengan o no razón.

No se trata de coartar la libertad de expresión de nadie, ni de funcionarios, ni de ciudadanos, sino que se trata de dar a lo público una esencia, una apariencia, una ética y una estética que nos permita identificarnos a todos con nuestra administración, y no con una cosa diferente. La libertad de expresión tiene su manifestación más amplia en infinidad de situaciones que permiten al individuo exteriorizar todo lo que quiera sin necesidad de emplear para ello los edificios públicos.

Esas instalaciones las pagan de igual manera los que apoyan la reforma educativa y aquellos que la discuten enérgicamente. Estas instalaciones las pagan aquellos que prefieren que la enseñanza en Baleares no persiga el modelo catalán, y aquellos que se muestran un catalanismo insaciable. Por esta precisa razón, ni la simbología de unos debe cubrir las fachadas de bienes que están afectos al servicio publico, ni tampoco la de otros, ni la de ambos simultáneamente, circunstancia esta última que convertiría a nuestras instituciones publicas en una verdadera contradicción, imagínenselo por un momento.

*Diputado del PP en el Parlament y portavoz del PP de Eivissa