La situación es inquietante: acabamos de saber que, lejos de mejorar la situación económica en 2013, el FMI y todos los analistas solventes nos anuncian que el próximo año será también de fuerte recesión. Mientras miramos de reojo y con angustia la evolución de la prima de riesgo, se plantea la necesidad de un segundo rescate cuando todavía no se ha recibido el primero y se duda sobre el cumplimiento este año del objetivo de déficit (un nuevo fracaso nos convertiría en verdaderos parias). La larga duración del desempleo de nuestros parados está dejando sin subsidio cada vez a más gente desamparada. Ni siquiera los pensionistas mantendrán su raquítico nivel de vida, toda vez que el Gobierno prepara una marrullería contable para no actualizar sus pensiones con el IPC. Y en medio de toda esa desolación, con una sociedad sin expectativas ni horizontes a punto de caer en la depresión colectiva, Cataluña plantea una secesión que enturbia todos los demás designios, que el Gobierno acoge con disparatada agresividad y que obviamente no facilita en absoluto la concentración de energías en el combate contra la crisis. "Lo que estamos viviendo „declaraba Artur Mas a La Vanguardia este viernes en una entrevista cargada de utopía e ingenuidad„ no me quita dedicación al problema del paro y la recesión"€ ¿Puede alguien creerse que esta excusatio non petita responda a la realidad?

No es cuestión (no tendría sentido) de lanzar hipótesis descabelladas sobre el supuesto maquiavelismo de quienes habrían lanzado el "problema catalán" precisamente ahora para pescar a río revuelto. Los problemas surgen cuando surgen, y a veces hay coincidencias incendiarias que no se pueden remediar. Pero parece evidente que la vehemencia soberanista, por una parte y por otra, en las actuales circunstancias es suicida y juega en contra del interés general, es decir, del interés de las personas que esperan perplejas a que la superestructura política dé una respuesta a su estado de necesidad.

En resumidas cuentas, nos encontramos prendidos en una pinza destructiva, con un brazo económico y otro ideológico que presionan sobre la peor coyuntura de este país desde la Guerra Civil. Y en la espiral de sinrazones, se perciben insinuaciones descabelladas que erizan el vello de los más templados. La fiesta de la Hispanidad ha discurrido entre amenazas y no falta quien blande como una lanza el artículo 8 de la Carta Magna que otorga a las fuerzas armadas la tarea de preservar la "integridad territorial" de España, en lo que fue „hay que reconocerlo„ un residuo arcaizante que nunca se debió deslizar en una constitución moderna.

Y frente a estos escenarios inflamados, se percibe un gran vacío, una total ausencia de liderazgo, una falta de ímpetu a la hora de convocar imperativamente a todos a la negociación, al pacto, al entendimiento, a la paz civil, que son los únicos vehículos imaginables que han de llevarnos al futuro. Porque el problema catalán, que es el desenlace de una incomunicación muy dilatada y de una notoria falta de altura de miras durante décadas por ambas partes, no puede desembocar en la destrucción de ambos actores: ni siquiera puede considerarse la hipótesis de que Madrid y Barcelona no van a ser capaces de conseguir un acuerdo pleno, que obligue a los dos interlocutores a trascender el escenario actual para adoptar otro más elevado, fruto de reformas profundas y capaz de acoger del modo que sea todas las sensibilidades en un marco definitivamente acogedor y constructivo.