Las elecciones generales han programado a dos gladiadores ante su última oportunidad. Rubalcaba debía estimular a Rajoy, arrancarlo de la madriguera y obligarle a ofrecer una versión más audaz de sí mismo. Por desgracia, el contagio funciona en doble sentido. Existe el peligro de que el candidato socialista sin aspiraciones acabe atrapado en la atmósfera narcótica que fomenta deliberadamente el vicepresidente de Aznar. De hecho, los asuntos que abordaron el Día de la Fiesta Nacional –el tiempo, la vida en general, el fútbol, según ambos interlocutores– se encuentran alejados de la agenda tradicional del vicepresidente de Zapatero, caracterizado más bien por ir al grano.

Antes de la aproximación de posturas del pasado miércoles, el contraste radical entre el aprecio a los candidatos y la intención de voto obliga a concluir que existe un contingente de electores dispuestos a votar a Rajoy porque es inferior a Rubalcaba. En este sentido iría la igualación progresiva de las puntuaciones de ambos desde márgenes abismales, sin ningún cambio de comportamiento estrepitoso que justifique la nivelación. Si el resultado es aciago, los causantes del desenlace prefieren concluir que ya se lo imaginaban, en lugar de arriesgarse a una nueva decepción del bueno por conocer.

Que gane el peor, para cumplimentar la teoría enunciada por Bertrand Russell sobre la elección de gobernantes débiles para mejor ajustarles las cuentas. O como sugería Gore Vidal, quién desearía como presidente a un césar romano. Descendiendo a la altura del 20-N, la irritación que suscita la mezquindad de las propuestas del PP también beneficia al PP. Tras escuchar el discurso de Rajoy en la convención de su partido en Málaga, se demuestra que la derecha no necesita ilusionar para vencer –Aznar sirve como notorio aval de este axioma–. La insistencia de Rajoy, que remató su intervención con una doble mención a la palabra "ilusión", demuestra la escasa confianza en que este sentimiento sea asociado espontáneamente a su figura. Si no se trataba de la obsesión por hacerlo redundante.

La victoria de la izquierda precisa en cambio de un plus emocional. Tanto González como Zapatero consolidaron sus mayorías mediante la seducción del voto femenino, en proporciones inexplicables atendiendo en exclusiva a sus enunciados políticos. Sin embargo, el 20-N no admite precedentes, y mucho menos el varapalo del segundo Aznar a la candidatura entristecida de Almunia, donde se mantuvo al menos la ficción de un choque igualado. En su actual geometría, Rubalcaba no ganará aunque lo dé todo, y Rajoy se impondrá si no da nada. Por eso salpimentó su discurso malagueño de vaguedades como la constatación de que "nuestro país tiene que volver a ser ese país alegre". Extrañamente, no añadió "como yo".

Rajoy se mostró sensato al admitir que no puede agradar a todos, pero hasta a un hombre poblado de templanza debe asombrarle que vayan a votarle masivamente las personas a quienes disgusta antes de empezar a gobernar. Nadie lo tuvo más fácil para mejorar las expectativas que su ascenso al poder ha generado. Dado el curso tomado por los acontecimientos, y la sensación de irreversibilidad que se ha instalado en la ciudadanía –nueve de cada diez españoles creen que ganará el PP–, cabría concederle de antemano la victoria al candidato conservador. A cambio, la audiencia se libraría de una campaña que rehúye incluso su presunto ganador.

El candidato del PP opera bajo la fe de que al convencido todo le suena convincente. De ahí que no oculte su displicencia al abordar el debate televisado que desde el Kennedy-Nixon de 1960 polariza las campañas occidentales. En algún momento parece que Rajoy estaría dispuesto a enviar a un propio, para que calle en su lugar frente a las cámaras y frente a Rubalcaba. En la seguridad de que este desistimiento no alteraría el recuento de votos. Dado que el espectáculo electoral debe continuar, las implacables leyes de los acontecimientos estipulan que se verá suplantado por segmentos de la actualidad más apasionantes y menos previsibles.

En las autonómicas, la irrupción del 15-M arrancó la campaña de su atonía, además de sellar el hartazgo de la opinión pública con el vals bipartidista. La prensa italiana habla hoy de los "Indignados" de Bolonia utilizando la palabra castellana, y el líder supremo iraní Ali Khamenei asegura que los herederos del movimiento que arranca en la Puerta del Sol liquidarán al sistema capitalista y a Occidente. Más modestamente, se necesitó poco para arrebatarle portadas a los candidatos. En su última reencarnación, Rajoy no arrebatará a las masas predicando la "concordia". Ni siquiera está claro que exista la discordia suficiente para justificar una apelación tan dramática, cuando existe concordancia en su victoria.