Nunca ninguna novedad, por buena que sea, devuelve a los palmesanos de más de cincuenta años, la ciudad que fue o la que pudo ser. Hay una ciudad que sólo se conoce cuando se ha crecido en ella y al mismo tiempo se ha visto cómo los fragmentos que la formaban iban desapareciendo. Esa ciudad no nos la ha de explicar nadie porque es nuestra vida y conviene alejarse de los que intentan hacerlo según conviene a su interés. Pero hay personas que sin explicar nada se convierten en fragmentos de la ciudad que hablo: ellos son la ciudad. Son Palma, la de antes y la de siempre. La que surge a veces de una palmera que se eleva tras un muro de La Calatrava, de un encuentro casual en una esquina del barrio de La Ribera, de la maravillosa visión urbana desde una terraza del Terreno. Cuando esas personas se van, la ciudad se empobrece y vuelve más inhóspita porque muta en otra que ya no es la nuestra. Su desaparición es una derrota y esta semana, con las muertes de Nina Moll y de Miguel Seguí, Palma ha sido derrotada dos veces.

Si hay un libro que hable del eterno femenino de Palma, ese libro es La ciudad desvanecida, de Mario Verdaguer, una de las sensibilidades más finas y sutiles que haya vivido nunca en la ciudad. Cuando este libro cayó en manos de Nina Moll surgió de ellas aún mejor de lo que era y es. La ciudad desvanecida se convirtió en La ciutat esvaïda y fuimos muchos los que lo leímos antes en el catalán de Nina que en el castellano de Verdaguer. El hecho de que el libro lo regalara una caja de ahorros –mientras que la obra original tuvo una corta edición del Círculo Mallorquín– contribuyó a su divulgación hasta el punto de que hubo bastantes que creyeron que Mario Verdaguer era Màrius Verdaguer y La ciudad..., La ciutat... El traductor, cuando es bueno, también crea: es, en cierto modo, escritor. Y Nina Moll convirtió la lengua del original verdagueriano, algo acartonada por el tiempo, en una lengua ágil, flexible y llena de color. En una lengua moderna y clásica. Lo hizo con un material de primera, de acuerdo, pero lo dotó de su verdadero espíritu –y eso estaba en ella–. Antes he citado el eterno femenino de la ciudad y he recordado que Mario Verdaguer fue una de las sensibilidades más finas y sutiles que haya habido en Palma. Algo parecido ocurría con Nina Moll y por eso La ciutat esvaïda deslumbra como lo hace, convirtiéndose en una metáfora de la mujer que lo tradujo al mallorquín o catalán de Mallorca. A Nina yo la traté poco pero siempre me gustó mucho. Era una mujer que embellecía no sólo el lugar donde estaba sino a las personas con las que estaba. Eso es uno de los mejores dones que puede concederte la vida, pero eres tú quien ha de cultivarlo y enriquecerlo. Ella, distinta y distante, lo hizo. Nina Moll, vestida tantas veces de blanco, me recordaba a una inteligente y refinada dama chejoviana y Palma es mucho más pobre hoy de lo que lo era hace una semana.

Como lo es, también, sin Miguel Seguí Aznar, el hombre que más sabía de modernismo arquitectónico en las islas. Miguel Seguí era de esas personas que amó Palma investigando sobre ella. Investigar como mirar y mirar como investigar. La ciudad tiene esta clase de amantes, fieles y obsesivos. Empiezan de niños como voyeurs y se convierten de adultos en expertos connaisseurs de una zona del cuerpo urbano. Su forma de seducción es la catalogación minuciosa y su manera de culminar ese amor es regalando a los demás sus conocimientos sobre éste o aquel fragmento, período o estilo. Miguel Seguí, en esto, fue uno de los mejores. Walter Benjamin decía que la casa es la segunda piel de un individuo; su ciudad natal es, sin duda, la tercera. Miguel amó una ciudad burguesa que fue, pero que no llegó a consolidarse del todo. Una ciudad burguesa –alejada de la atávica herencia feudal–, de vocación muy urbana, y que tuvo en el modernismo y después en el racionalismo su legado más visible. Ahora esa ciudad le debe a Miguel, en cierto modo, su permanencia en el tiempo. Me gustaba hablar con él de racionalismo y art-déco, de sus escasas huellas palmesanas, que citábamos como caprichosos coleccionistas que intercambian rarezas. En una ocasión conferenciamos juntos sobre este asunto en La Caixa y sólo hace tres semanas que volví a consultar su libro La arquitectura modernista en Baleares para unos datos que necesitaba sobre el Teatro Lírico y El Alhambra. Si le hubieran dicho que moriría en los fiordos del norte de Europa habría mirado con los ojos muy abiertos y una sonrisa de bonhomía cargada de lasitud incrédula. Pero si pienso en el modernismo secesionista de algunas de las ciudades del norte de Europa, sé que en su mirada habría habido un destello de curiosidad científica. Y de gran bondad, que la tuvo y mucha.