No había "plan B": Europa no ha conseguido digerir todavía las consecuencias imprevistas del fracaso del proyecto de Constitución Europea. Y el desconcierto es de tal magnitud que Europa ha desaparecido prácticamente del panorama mediático en la mayoría de los países. Al encendido debate sobre la Carta europea ha sucedido un silencio desolado, sepulcral. La ratificación de la Constitución se ha detenido informalmente, lo que equivale a reconocer que jamás entrará ya en vigor. Y las circulaciones internas de las instituciones comunitarias se han ralentizado hasta bordear la parálisis. La situación política alemana, resuelta de forma inesperada, y la decadencia francesa, con Chirac en creciente declive, dificultan cualquier idea de resurrección, al menos hasta que Merkel consiga perfilar su silueta al frente del gobierno de ´gran coalición´. En cualquier caso, no está resuelto el debate presupuestario que ha de establecer las líneas de avance de la UE durante el próximo sexenio. Y en ese marco, y ante la manifiesta apatía de Blair -"Le Monde" hablaba ayer de la "inexistente presidencia de la UE"-, Europa deberá tomar decisiones sobre la PAC en el ámbito de la OMC antes de fin de año: como es lógico, también en este asunto la diversidad de intereses está imposibilitando por ahora una postura común.

Pues bien: en este ambiente desapacible y crítico, de divorcio ostensible entre las instituciones y la ciudadanía, cuando el Consejo Europeo debería buscar apasionadamente nuevas vías de coincidencia con la opinión pública y cauces imaginativos de progreso para superar el peligroso ´impasse´, Blair ha auspiciado una disparatada cumbre extraordinaria puramente teórica, y por lo tanto abstracta, sobre la "globalización". Diletantismo se llama la figura.

Ya se sabe que el futuro de Europa dependerá de la forma cómo se responda a los retos planteados por la nuevas coordenadas globales, de la capacidad de competir. Pero esta cuestión, que subyacía en la fallida Constitución y que enfrenta de facto a las dos concepciones de Europa (la liberal y la social), ya ha sido dictaminada y arbitrada por la sociedad europea: como ha escrito Chirac en un artículo realista, previo a la cumbre de ayer, la "crisis de confianza" suscitada requiere decisiones en el sentido de descartar una Europa reducida a un espacio de librecambio y de reconocer la necesidad de "relanzar el proyecto de una Europa política y social, fundada sobre el principio de solidaridad". Conviene subrayar que el autor de estas afirmaciones no es un impenitente socialdemócrata sino un miembro de la familia liberal europea.

En el seno de la UE no existen ideologías antagónicas pero sí sensibilidades diferentes. Y la ciudadanía continental de la Unión ya ha hecho saber con toda claridad que no está dispuesta en absoluto a renunciar a la seguridad que le ofrece el ´estado de bienestar´ a cambio de unas mayores tasas de crecimiento económico. Esta afirmación, traída aquí en su puro esqueleto aunque sin duda llena de matices, debe ser la pauta de la clase política europea, de derechas y de izquierdas, en los próximos años. Pierde, pues, el tiempo Blair en intentar convencer a las muchedumbres europeas de que la lógica economicista recomendaría mayores recortes sociales o una disminución del tamaño del Estado. Los europeos ya no hablan de dinero sino de principios. Y, aunque parezca extraño a estas alturas, ya sería hora de reconocer que el fracaso de la Constitución Europea se ha debido a que sus promotores decidieron ignorar que el bienestar europeo no ha extirpado los viejos valores sobre los que se fundan nuestra cultura, nuestra historia y nuestra moral pública.