Tiempos hubo en los que los aparatos domésticos duraban toda la vida. Incluso las de varias generaciones. Yo he visto con mis propios ojos -bien es verdad que en un país algo más europeo que el nuestro- lavadoras que eran de la abuelita y seguían funcionando como cuando su estreno, o mejor. Después vino el hallazgo del márketing, con la publicidad televisiva y demás zarandajas destinadas a que lo importante, a la hora de vender, fuese sólo ganar mucho dinero; cuanto más, mejor. Se terminaron la ética del trabajo bien hecho, el orgullo del buen nombre de la marca y la voluntad de contribuir a que la vida fuese más fácil. El paso último fue el del cálculo exacto de la fecha en que caducará la garantía. El aparato, sea cual sea, tiene grandes probabilidades de averiarse el día después. Ni que decir tiene que el concepto mismo de la reparación -por no hablar del denominado servicio técnico- es puro eufemismo. Lo que hay que resignarse a hacer es comprar otro trasto más o menos parecido, que habrá cambiado de color y aspecto para que se vea muy moderno, y procurar que su garantía cubra algo más de un año.

Todo lo anterior no tendría porqué aplicarse a las grandes obras cuyo propietario no es un vecino sino la comunidad entera, o incluso el Estado. Ferrocarriles, centrales eléctricas, presas e instalaciones por el estilo. Pero se ve que el concepto de la garantía caducada como equivalente a la caducidad misma del bien en cuestión es de tanta eficacia y tan gran coherencia con el concepto neocon de mercado que se aplica en cualquier caso. Con el agravante de que, cuando se estrena un metro -el ejemplo no está tomado al azar- no te sellan el papel de la garantía y, a la hora de reclamar, hay que acudir al proverbial maestro armero.

Nuestro metro de Palma, que es gratis pero nos cuesta nuestros dineros, ha resultado perder la garantía con la primera tormenta del verano. Charcos en las estaciones; escaleras mecánicas y ascensores fuera de servicio que se precintan para que no quepan dudas al respecto; suelos resbaladizos; pasos subterráneos inundados... El equivalente a la nevera que se deshiela, el aire acondicionado que echa ráfagas al desgaire o el automóvil parado dios sabrá por qué. Pero si a la hora de tener un lavavajillas que ensucia en lugar de limpiar los platos lo más que hay que sospechar es que a uno le han tomado el pelo de nuevo, en el asunto del metro ha asomado de inmediato otras sospechas. Generadas, cierto es, porque el Govern ha cambiado de signo y no hay problema alguno en buscar los culpables entre quienes compraron el aparato averiado.

De seguir en el poder quien inauguró el metro, las explicaciones serían muy distintas pero, ya que cabe decir en alto que se metieron prisas para inaugurar el servicio de precario, nos encontramos con que la chapuza puede venir de muy lejos y no deberse sólo a las ansias de negocio. Las variables, con inauguraciones cerca de cualquier campaña electoral, se multiplican bastante. Habrá auditoría, pues, para saber qué ha sucedido. Quizá pudiese de paso aplicarse al aeropuerto y sus baldosas resquebrajadas. Pero lo que no cambiará ni por asomo es el problema ya eterno de que las cosas se hacen para lucir y no para durar cuanto más, mejor. Que se lo cuenten, hablando de ferrocarriles, a los catalanes.