Damià Vidal confesó durante la instrucción del caso Bitel-II que se había metido en una loca espiral vital y que no podía parar de gastar dinero.

Por eso su elevado sueldo de gerente de la empresa pública de informática de la Comunidad Autónoma, sus dietas y sus gastos de representación le resultaban insuficientes. Empezó así, tímidamente, como reseña el Tribunal Supremo, a subirse los emolumentos alegando que el consejo de administración de Bitel se lo permitía.

Luego tiró de la tarjeta de la empresa, primero con cierta mesura y después sin ningún tipo de control: billetes de avión, gasolina para su coche y para su barco, plantas, restaurantes, compras en el hipermercado, etc.

También sacó grandes sumas en efectivo, en ocasiones hasta 3.000 euros en cajeros de Alcúdia, donde residía durante los fines de semana. No obstante, el principal método de la importante defraudación lo constituían los contratos autorizados por Vidal a las empresas privadas de sus cómplices, un grupito de jóvenes informáticos, por varios cientos de miles de euros y a cambio de informes plagiados, descargados de Internet o de nada.

Frente a las alegaciones de la defensa de Damià Vidal de que Bitel no era una empresa pública, con lo que habrían desaparecido los delitos de malversación, fraude a la Administración y cohecho, el Supremo corta de raíz los argumentos: era una empresa pública y su gerente era un funcionario público.