Por mucho que lo diga el neón rosa colgado sobre la puerta, en el karaoke Rasputín nadie canta. En su interior tampoco se representan obras teatrales, ni eróticas ni dramáticas, pese a la información de su página web. El prostíbulo moscovita se hizo famoso en Mallorca hace seis años, cuando este diario desveló que una delegación del Govern balear cargó a las arcas autonómicas una factura del local de 265 euros –45.000 pesetas–. El único que se comió aquel marrón fue el entonces director gerente del Ibatur, Juan Carlos Alía, que pasó los gastos de la fiesta. El ex president Jaume Matas se desmarcó del resto de miembros de la expedición y, de paso, les retrató. "He cenado y luego me he ido al hotel", dijo en singular.

Después de seguir al president Francesc Antich en sus reuniones con turoperadores y autoridades rusas, este periodista no volvió el pasado martes al hotel Peter I. A las diez y media de la noche monté en el metro y, en tres paradas desde la plaza Roja, me presenté en la avenida Sadovoe, junto a la estación Parque Kultury. Había olvidado apuntar la dirección concreta del Rasputín y, al llegar, crucé los dedos para que el metro me hubiera dejado cerca. Lo bueno de los neones de los puticlus es que se ven a kilómetros de distancia. En toda la avenida no había lucero, en rosa y azul, como el de nuestro local.

La vía Sadovoe se compone de siete carriles de ida y otros tantos de vuelta. Los coches pasan a toda velocidad y la única manera de cruzar al otro lado de ese río de asfalto es por el subterráneo. A esas horas no hay muchas personas por la calle. Como a la expedición pionera pillada in fraganti, a mí también me hubiera gustado ir acompañado de Konstantin Kozhevnikov, el presidente de la Federación de Golf de Rusia que les guió por la noche moscovita.

A la puerta del club de alterne encontré aparcados en doble fila un par de BMW todoterreno. En la fachada de cartón piedra se abre una puerta con forma de ojo de cerradura. Atravesé el umbral y me llevé una sorpresa morrocotuda. A ambos lados del pasillo se levantan vitrinas con cosméticos masculinos: crema de contorno de ojos, antiarrugas, desodorantes y perfumes. Al final del pasillo, a mano izquierda, se eleva el mostrador que atiende una joven rubia de modales exquisitos. "La entrada son 1.500 rublos (unos 40 euros)", dice en inglés. Le pido la factura, porque la incursión corre a costa del diario. Me hace depositar en una cajita las monedas y el teléfono móvil, antes de pasar por un arco de seguridad. La muchacha, cubierta con un vestido sin mangas y falda tres dedos por encima de la rodilla, intuye que se trata de mi primera visita al Rasputín. Me pide que la siga porque me va a enseñar el establecimiento. Se dirige a mí como si me mostrara una planta nuclear. Aquí la sala Peep, aquí la sala Hard y aquí la Strip. Me abandona en esta última estancia, donde una joven de ojos azules y pelo moreno ejecuta un striptease integral desde un escenario con forma de cama redonda. Soy el único cliente. Contemplo la escena desde un banco, como los que hay en la calle. Otras cinco chicas en ropa interior aguardan a un lado para tomarle el relevo. Cuando acaba su show se acerca a mí y me pide un regalo de 300 rublos (unos ocho euros). Lo hace en ruso y una compañera me hace la traducción simultánea. Pregunto si hacen factura, y me miran como a un bicho raro. Qué saben ellas de que esto lo paga el diario. Ante la tensión que se monta, me voy a la sala principal, donde está la barra del bar y los parroquianos comen y beben mientras las mujeres danzan con desgana. De camino me encuentro en el pasillo con expositores de joyas y ropa femenina, entiendo que para agasajar.

Me siento a la mesa y reclamo una cerveza. 300 rublos. Las copas salen por unos 700, que es lo que vinieron a pagar de media mis compatriotas en 2004. Pido la factura. La camarera no me entiende y busca a una colega de rasgos orientales para que me traduzca al inglés. Se llama, o dice que se llama, Julie. Le digo que unos amigos mallorquines me han recomendado el local. No sabe dónde se sitúa Mallorca y tampoco recuerda a unos españoles bulliciosos. "Es el mejor establecimiento de Moscú. Yo no trabajaría en otro lugar. 3.000 rublos el servicio", me explica.

Entre los clientes hay dos japoneses callados y dos estadounidenses grandotes que han pedido la cena. La mayoría porta maletines y presta escasa atención a las bailarinas. Parece que hablan de negocios mientras beben. Las mujeres no se acercan a ellos. Justo delante de mí está la pareja más alborotadora. Un hombre gordo y rubio y otro flaco y moreno, con aspecto pendenciero. No sé qué dicen pero se les nota los malos modos a leguas. Beben vodka y sólo hacen que arrugar el mantelito de la mesa. Al poco rato comienzan a llegar más consumidores de sexo comprado. Alguno todavía lleva la corbata del trabajo.

La expedición de 2004, que acabó con la visita al Rasputín, se disimuló como eso, trabajo de promoción turística al otro lado de los Urales. Pocos resultados debió arrojar aquella misión. Los turoperadores rusos no ocultaron estos días a Francesc Antich y su séquito el recelo hacia Balears: quieren saber si esta vez la promoción irá en serio. Algunos empresarios que viajaron esta semana a Moscú confesaron a este redactor que, durante mucho tiempo, no se habían preocupado de adónde iba el dinero de publicitar las islas. Hasta ahora los turistas llegaban solos a Mallorca, sin mover un dedo. Pero la crisis y la irrupción de competidores en el Mediterráneo obligan a espabilar. El Ibatur, el Inestur y el resto de departamentos de la conselleria de Turismo están en el punto de mira de la Fiscalía Anticorrupción.

Mientras los carteles de playas competidoras cuelgan de las principales avenidas moscovitas, Balears ha vivido enredada entre prostíbulos y corrupción.