Ningún mérito hay que quitarse a Wawrinka, que se ha erigido en justo campeón del Abierto de Australia. Pero siempre quedará la duda, a él también, de lo que hubiera ocurrido si delante hubiese tenido a un rival en perfectas condiciones físicas y no un Nadal de mentira por la lesión en la espalda que le obligó a mostrar su cara más desconocida. La maldición del número uno con las lesiones parece no tener fin. O le obligan a parar durante más de medio año o llegan en el momento más inoportuno, en la final de un grande, el que le debía servir para igualar a títulos con el mítico Sampras y el que le debía colocar en el olimpo de este deporte, si no lo está ya, al convertirse en el primer tenista en conquistar un mínimo de dos veces los cuatro grandes. Por eso la cara de desolación de Nadal al término del simulacro de final. Porque había dejado escapar una ocasión inmejorable para aumentar su leyenda. El número uno es infinitamente mejor a Wawrinka, y pocos eran los que dudaban de que ayer estaba escrito que llegaría su decimotercer triunfo sobre el suizo.