No podemos desaprovechar la mínima oportunidad de humillar a los franceses. Ellos tienen a Sartre y Camus, pero nosotros podemos presumir de Nadal y Moyá. Cuántos galos ominosos leyeron ayer La náusea o El extranjero, por comparación con los millones de propietarios de baguettes perplejos, al ver cómo dos mallorquines usurpaban la pista central de Roland Garros. Disputaron un coloquial Palma-Manacor, aunque se presentaba como los cuartos de final del campeonato del mundo sobre tierra batida. Entre ambos han ganado tres de los últimos ocho torneos en esa superficie, mientras los tenistas indígenas se estancan en las fases previas. En 1995, el sueño de ayer nos hubiera parecido inexplicable. Hasta la Familia Real estaba representada en el palco, por Antonio Banderas.

El resultado es lo de menos. Entre otras cosas, porque se presumía de antemano. Lo esencial es la mallorquinización de Francia. Sufrid franceses, la segunda raqueta de la isla sólo ha ganado un Roland Garros. Para distinguirlo del mejor deportista mallorquín de la historia, hay que recordar que Moyá vive del tenis, Nadal vive para el tenis. En París se medían el atleta invernal contra el solar -estás metáforas entusiasman al otro lado de los Pirineos-. El más joven adoptó la disposición de alumno aplicado, pero sólo se mantuvo en ella durante un juego y medio. Allí acabó el partido.

Nadal sabía que le bastaba con esperar. Por si fuera poco, Moyá azuzó al monstruo en los escarceos iniciales. Espoleado, el favorito no sucumbió a la tentación del altruismo. Frente al vigente campeón de Roland Garros, sólo cabe una derrota por aplastamiento. Caricaturiza a sus rivales sin pretenderlo, empequeñece sus virtudes y agiganta sus vicios. Y no me relativicen sus desplazamientos en tierra, golpearía igual en silla de ruedas. La superioridad era tan aparatosa que obligaba a preguntarse cómo había llegado a cuartos el segundo mallorquín. También para esto tenemos respuesta, Nadal habita un planeta que sólo admite otro inquilino, Federer.

Moyá ha forjado una carrera de campeón huyendo de su revés. Es el jugador más esquinado del circuito. Para disponer de alguna opción, necesitaba un partido corto. De un juego, para ser más exactos. En cambio, Nadal se desenvuelve con independencia absoluta del marcador, y podría hacerlo durante horas. No golpea la pelota, sino que transforma su raqueta en una canasta para recogerla, y la arrastra a continuación. Prolonga en la era cibernética el gesto de los honderos mallorquines, ya que nos ha dado patriótica.

Se medían el ahorro de Moyá contra el despilfarro de Nadal. El segundo tardó cinco juegos en cometer el primer error flagrante. Combina lo excelso con el tenis de hotel, correteando mientras acompaña a pelotas que van sobradamente fuera. Su dominio de la asignatura recuerda a Jordan, salvo que en tenis ya hay otro y no oculto que me asustó la aniquilación de Robredo a una mano de Federer.

Por edad y romanticismo, nuestra simpatía milita con Moyá. Sobre todo, desde que dejó de creerse un mito. No da un paso de más, posee el drive más abierto de la historia. Tampoco estamos para singularizar, ayer celebramos el día de la raza. Nos encaminamos hacia la cuarta victoria mallorquina en las nueve últimas finales de Roland Garros. El 25 por ciento de los cuartofinalistas eran mallorquines, ni uno solo tenía pasaporte francés. ¿Por qué se sigue disputando este torneo en Francia? Y cuando nos preguntaban:

-¿Cómo van?

-Gana el mallorquín.