El último anunciado "prodigio" del jazz, el más reciente proclamado "salvador" del género, era el hito en el ciclo de Port Adriano. ¿Qué significan dichos calificativos? Algo muy crematístico: que a día de hoy es capaz de vender discos y alcanzar notables cifras en reproducciones digitales. Y lógicamente -comercialmente lógico-, es un artista "grammyficado" (mejor álbum vocal de jazz en 2014 por Liquid Spirit).
Porque renovador no es. ¿Y genial? A veces. Gregory Porter no inventa nada, pero ejecuta con una clase fuera de toda duda. La definición leída que mejor le enguanta es "refinamiento primario". Y no porque este soberbio barítono apenas sepa leer partituras (¿se puede salvar al jazz sin tener un conocimiento técnico oceánico?), sino porque lo que hace parece conseguirlo sin esfuerzo, y ahí existe virtud.
Actuó con piano de cola, teclado Hammond, saxo tenor, contrabajo y batería. Él, de blanco impoluto pero no fresco: vaqueros, camisa abotonada hasta el cuello, americana y su omnipresente pasamontañas de cara descubierta, convertida en su look habitual para cubrir las cicatrices que le quedaron por una cirugía de piel a la que se sometió. La banda: estilismos a lo Nueva Orleáns urbano, entre clásico y londinense cosmopolita, intachables como el sexo nocturno en una cala despoblada.
Repertorio y ejecución son milimétricos, matemáticos. Lo cual no es consecuentemente positivo. Los arranques de jazz desbocado no duraron más de 12 segundos, pues prefirieron apostar por el soul más balanceante y dulzón. Tanto que a veces epata. Pero en general el equilibrio es bueno: las cabriolas funk zurraron con la suficiente densidad, incluso perforante; las piruetas vocales enriquecieron y hasta sorprendieron (esa simulación del piar de un pájaro para zanjar una canción), permitiéndose también vaciles (una evolución funk-música clásica-reggae). Saldo: satisfacción firme.
Gregory Porter
Port Adriano Music Festival
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