A seis días del estallido del independentismo catalán, en la ciudad de Barcelona la vida continúa como si nada.

Los padres y madres nos saludamos a la puerta del colegio aunque nadie se atreva a hablar de política. Cada cual tiene muy claro a qué bando pertenece, y también a qué bando pertenece el otro. Hay pequeños gestos que determinan mayores ó menores simpatías hacia unos u otros, pero no se pierden las formas. Mientras en el parlamento nuestros políticos juegan una auténtica partida de ajedrez al más puro estilo bolchevique, los demás seguimos con nuestras obligaciones diarias, tratando de dar lo mejor de nosotros mismos. No nos merecemos esta encerrona. Ni los engañados por el independentismo, ni los que desde el principio no nos dejamos seducir por él. Todo este asunto de un mundo mejor nos está desmineralizando como sociedad, desconcentrando de los asuntos verdaderamente importantes, y en definitiva, está resultando ser una gran pérdida de energía, tiempo y dinero.

En casa nos hemos despertado a las 7 a.m. El pequeñajo estaba en mi cama. He preparado el desayuno y la comida del mayor. Tb le he puesto las gotas de los ojos, puesto que se está recuperando de una conjuntivitis, y me he despedido de él con un abrazo, y con el mantra matutino usual; que tengas un buen día cariño, por favor concéntrate en el cole, te quiero. Ha respondido que tb me quiere y se ha alejado tan campante con sus bermudas a pesar de que a mi me parecía que hacía demasiado frío para ir con las piernas al aire.

Hace meses que me pide que no hable de política delante de sus amigos. La gran mayoría son independentistas influidos por sus padres, claro está, puesto que a los trece años... ¿qué sabe uno de política? Tiene miedo de que por ser unionista y hablar en castellano me tilden de facha. Le digo que esos vocablos están pasados de moda y que no tengo porqué esconderme puesto que en realidad soy una buena persona, y lo último que me siento es facha. Además me consta que cuando vienen a casa se lo pasan pipa y, en general, están encantados aunque no tenga esteladas colgadas por las paredes y les haga la cena en castellano.

He arrancado al pequeño de las sábanas y lo he llevado a cuestas hasta el lavabo. Por las mañanas está tan dormido que ni siente, ni padece. La rabieta ha tenido lugar de imprevisto, tras desayunar cereales con leche de avena. La causa, unas deportivas. Le han crecido los pies y hemos tenido que cambiar de calzado y parece ser que las elegidas, heredadas de su primo, no son las que llevan sus amigos. Se ha sentido inseguro y ha empezado a patalear.

Hace unos días él también estaba algo inquieto. Me explicó que en el cole, a veces sus amigos se ponen a cantar a la independencia y que un día les pidió que no lo hicieran a lo que sus profesoras respondieron que dejara que siguieran cantando. Todo ésto con sólo seis años. Yo recuerdo que a esa edad jugaba aun con muñecas. Ese día, llegó a casa preocupado y dijo que creía que había decepcionado a sus maestras. A lo que le respondí que todos teniamos que respetarnos y que también él era merecedor de respeto.

Como os explicaba, la rabieta de hoy ha acabado en sonrisa al hacer referencia a la fuerza mental de Yoda, el presidente del consejo Jedi de la Guerra de las galaxias. –Siento perturbaciones en tu mente–, le he dicho y con un extraño acento que no ha sonado en absoluto al pequeño personaje verde, he añadido:– Pressiento una debilidat en la fuerssa–. A través del retrovisor he recibido su gesto de perplejidad, ya estábamos en ruta hacia el colegio, y poco después ha terminado sonriendo y nos hemos muerto de risa.

En fín, como véis, la vida transcurre pacíficamente en esta Barcelona convulsa. A cinco días del estallido del que ayer hablaba Iñaki Gabilondo. Por el momento las tensiones son emocionales. Violencia emocional. Es lo que se siente cuando se ve uno encerrado en un proceso absurdo en el que no cree. Nos hemos acostumbrado a vivir con éso. Se puede vivir con éso desde el respeto. La única duda es: ¿Hasta cuándo?, y si el respeto terminará por acabarse. Espero que no.

Como cualquier mamá deseo que mis hijos reciban una buena educación y que crezcan en un buen ambiente donde reine la paz. También me gustaría que no nos obligaran a un cambio de pasaporte porque me encanta seuir siendo española, catalana de adopción y vasca de corazón. Es lo que he sido toda la vida y no quiero renunciar a ninguna de esas identidades. Tal vez sea pedir demasiado. Pero si durante más de cuarenta años pudimos convivir en armonía, ¿porqué no volver a intentarlo?