Nacho Mastretta (Barcelona, 1964, pero cántabro y también madrileño de adopción) encarna como ningún otro la revisión de las musicales populares para darles aire de modernidad, tanto que ha devenido en envidiada marca de la casa. En su perfil destacan también las bandas sonoras: ha trabajado con Oliver Stone (Looking for Fidel) y mucho para el cine español (Asfalto, Torremolinos 73, Los abajo firmantes, El gran Váquez, etc.). Actúa hoy viernes en Ses Voltes (22 horas, gratis), inaugurando la edición de este año del siempre excelente ciclo Cançons de la Mediterrànea.

Te pillo en un tren. No serás el primer compositor ni el último que escribe música inspirado en el traqueteo del tren.

–Ja, ja, es cierto, pero estaba leyendo. No me he fijado en el ruido del tren.

Una pregunta recurrente para músicos como tú: ¿por qué los artistas de categoría no son millonarios en España, como sí sucede en otros países?

–Es que eso está hasta bien. Desconfío de que sepa manejarme en ese caso. El dinero te acomoda, te envilece. Es mejor repartirlo y que siga corriendo para no perder la actitud crítica.

Nacho Mastretta: un músico que hace lo que le da la gana.

–La libertad es irrenunciable. Hay que huir de la especialización, y no solo en música. En otros tiempos menos especializados siempre ha habido relaciones entre artes. Músicos, dramaturgos, científicos, etc. Son la gente que más me inspira, porque la inspiración para la música raramente me viene de la propia música, sino de otras disciplinas.

Cuando te diste a conocer causaste casi fascinación, pero también desubicación. No se sabía en qué cajón estilístico meterte.

–Es que si te encasillan fácil es para preocuparse. Lo que pretendo es la emoción, la sorpresa, y para ello es necesario vencer tus prejuicios pero también escuchar a los demás. Mi banda ahora es de nueve miembros, y quiero que todos aporten para que la música llegue a donde no esperaba que iba a llegar.

Viendo precisamente la banda que llevas, ¿aceptas a músicos con menos de ocho años de estudios en conservatorio?

–No solo hay una mezcla generacional en la orquesta, sino que hay músicos que no saben leer una partitura y otros que la leen a toda velocidad, que son capaces de hacer arreglos de big band, que han tocado en orquestas de tango, pero también en grupos de jazz a punk. Por eso nuestra música es tan difícil de definir. Yo soy público antes que músico, y nunca sabes por dónde te va a emocionar la música.

Has producido y remezclado a gente muy diversa (Enemigos, Peret, Los Planetas, Renato Carosone, Pauline en la playa, etc.). ¿Cómo se hace eso? ¿Cómo puede un pintor de murales al fresco pintar también retratos al óleo o acuarelas?

–La verdad es que todo aquello me pasó por casualidad. Fíjate que lo último que produje es de 2003, y lo que es más importante: casi todo fue con los mismos músicos, que son los que tengo ahora. Por eso me atreví. Fue cuando empecé a grabar en directo, todos juntos, y a aprender los trucos que aplico ahora. Perfección y música son contradictorios. La música debe tender a algo, que en mi caso, es a la alegría. Hoy en día, con la tecnología, se puede dejar la grabación perfecta, niquelada, y se pierden los defectos, que es lo que muestra las virtudes. Por eso la música de ahora es más fría.

Produjiste Las golondrinas etcétera

–¡Ja, ja! No puedo juzgar a mis compañeros de profesión. Solo puedo decir que grabar aquel disco fue emocionante. Y que recomiendo ver el vídeo de la grabación que acompañaba al CD: refleja aquella atmósfera extraordinaria.

¿Cuál es la vigencia de Vainica Doble, en cuyo disco homenaje has participado?

–Tenían una capacidad de hacer canciones envidiable, con mucha sencillez. Se parecían a María Elena Walsh, una cantante y poetisa argentina que escribió mucha música infantil, como El reino del revés (se pone a cantarla: “Me dijeron que en el reino del revés / nada el pájaro y vuela el pez...”). ¿Te suena? Son de la misma generación.

¿Puedes crear música con la misma intensidad tanto para otros como para ti o para el cine?

–Sí, y es mucho más fácil con algo externo a ti. Es bueno para uno, como decía antes, inspirarte en mundos ajenos. Y con el cine es fantástico: nos ponemos toda la orquesta ante la pantalla y trabajamos con los movimientos de cámara, de los actores, la iluminación...

Trabajas mucho para la gran pantalla: ¿cuál es la salud del cine español?

–Si hay que emitir un juicio sobre el arte en general, y eso incluye cine, teatro, arte, etcétera, creo que hay un peligro involuntario hacia lo conservador. Hay que despertar la autocrítica y confiar más en nosotros. Y fíjate que en el rock se da uno de los casos más sangrantes: es por definición música rebelde, inconformista, pero es el arte que hoy está más encorsetado. No hay más que oír la radio.

Sobre tu proceso creativo, ¿eres de tipo oficinista o impetuoso?

–Soy más del segundo tipo. Los horarios no van conmigo desde que salí del colegio, y no fui a la universidad. Lo mío es practicar con lo que me inspira y tocar todos los días, porque como decía antes, la inspiración suele llegarme de cosas ajenas a la música.

Antes, los músicos llamaban a su propio teléfono fijo para grabar en el contestador automático las melodías que se les ocurrían. Con la tecnología de hoy en día, ¿cuál es tu método?

–Tengo un pequeño grabador de MP3, tipo periodista, que me regalaron los de la orquesta y que llevo en la funda del clarinete.

Tu último disco, ¡Vivan los músicos!

–Una visión independiente. Lo bueno era la cantidad de música clásica, contemporánea o extraña, de todo el mundo, que dio a conocer, tanto nueva como reeditada. En este país, la música se mueve por gente como Pachecho, gente que hace lo imposible por juntar el dinero necesario para que llegue tu música. Como los tres chavales que nos contrataron la semana pasada para tocar en Menorca. Existimos siempre gracias a personas concretas, no a instituciones.

Vives en Madrid, ciudad con un club de jazz, el Bar Central, que ha sido el único local español incluido entre los 24 mejores clubes de Europa por la mítica revista Downbeat

–Me alegra que menciones al Central, porque es uno de los pocos locales donde se paga un sueldo a los músicos. Estuvimos tocando allí hace poco, de lunes a domingo, y repetimos las dos últimas semanas de septiembre, cuando podremos montar lo nuevo que estamos haciendo. Allí el público es muy respetuoso, tanto que tocamos sin amplificación. Aparte de eso, la cosa está muy mal, es dramático: pagas por tocar. Y espero que también acabe la costumbre de poner tanto volumen, el cuanto más alto mejor, porque se pierde la humanidad de la música, la medida humana.

¿Qué estás preparando actualmente?

–Ahora mismo, después de acumular material, vamos a seleccionar y a intentar grabar en directo. Y sobre todo, queremos mezclar nosotros mismos, sin postproducción, sin filtrar ni remezclar, sin volver a ecualizar, para que sea más cercano a la experiencia pura. No hace falta, porque hasta que la tecnología y los micros impusieron su dictadura, los propios músicos tocaban más bajito si hacía falta. Se grababa solo con micros de ambiente. Es contraproducente grabar con tantos micros, entran en conflicto unos con otros. Y al final se llega al extremo de grabar una pista de guitarra que se envía en MP3 a Australia para que alguien grabe el bajo. Estoy de acuerdo con el progreso, pero con cautela.

Y musicalmente, ¿cómo suena lo nuevo?

–Depende de los músicos. Tenemos obras de carácter popular junto con jazz, folclore, contrapunto, disonancias, improvisación... Prefiero no ser muy consciente de cómo está sonando y ser libre, sin prejuicios.

Los creadores más inquietos se están volviendo hacia África.

–Trabajé con los sonidos africanos hace ya años, en los 80, cuando la mayor parte de esa música llegaba a través de Francia: Fela Kuti, Toumani Diabaté, Soweto, Sudáfrica, las colonias portuguesas... Hay muchísimas cosas que ya fascinaron a gente como Stravinski o Picasso. El año pasado tocamos en Ghana, y a la banda se sumaron 6 ó 7 músicos locales. En África está la base de todo: en la orquesta tenemos a dos argentinos en quienes ves la influencia africana.

¿Pasaste por Puerta de Sol en mayo?

–Sí, por supuesto. Me dio un alegrón, porque sospechaba que iba a pasar algo. Estoy muy feliz de que esa generación, de entre 20 y 30 años, se haya levantado con ese espíritu crítico y pacífico. Y a pesar del paternalismo de los medios. No sé si se conseguirá algo concreto, pero no importa.

Con la SGAE parece que no hay término medio: o te representa, o te ha robado. ¿En qué bando estás?

–Pues creo que la pregunta no está bien formulada. Lo que ha pasado es lo peor que podía pasar, porque la propiedad intelectual debe ser reconocida. La SGAE es una entidad de gestión más, sin ánimo de lucro, pero una más. Los medios son precisamente uno de los que deben dinero a la SGAE, y por eso creo que la han desprestigiado demasiado. Es como la democracia: lo que tenemos ahora no es una democracia, sino algo que tiende a la democracia. Y es fundamental que exista la propiedad intelectual en democracia. Otra cosa es la justa proporción de las cosas, la distribución de dinero y derechos, los 75 años de vigencia de las obras que provoca que la familia del artista viva del cuento... No se puede contestar de manera simplista, lo cual no implica que no esté indignado con lo que ha pasado.

Para acabar con algo más amable y ya que estamos en verano: recomienda algo para hacer en esta época.

–Recorrer toda la línea de costa de Santander, desde el puerto hasta... (se pierde la cobertura).