Tinta fresca
En el punto de (m)ira
Tino Pertierra
LLos llamaban los «Castigadores» y eran un equipo de operaciones especiales (SEAL) que luchó en la batalla de Ramadi (Irak) en 2006. Uno de sus miembros, Chris Kyle, los hizo famosos con sus memorias y Clint Eastwood lo remató con su película El francotirador. Kevin Lacz, último superviviente de ese grupo letal, que trabajó de actor y asesor para Eastwood, aporta su propia experiencia basándose en su diario personal de campaña. Lacz relata que su vocación militar, de génesis claramente patriótica, nació, como en el caso de Kyle, por los atentados del 11 de septiembre, en los que perdió la vida un amigo: «Quería matar a los hombres que habían planeado la masacre de casi tres mil estadounidenses».
Lacz (1,91 y 90 kilos) sabía poco de los SEAL, pero hizo algunas búsquedas «y no tardé en decidir que yo quería ser uno de ellos. Me había cansado de la vida de mediocridad. Era la primera vez que iba a correr un riesgo de verdad: el momento en que decidí dar un paso adelante y ser un hombre». Y advierte: «Un SEAL no se hace. Nace». Y es que la preparación «le despojan de las capas que tapan el instinto asesino que duerme en algún lugar del interior y le enseñan a ser útil». Lo llaman «hermandad» porque «las experiencias forjan lazos de unión, pero también porque somos una familia de hombres separados de todos los demás. Nuestro espíritu guerrero innato nos une». ¿Y cómo se entrena uno? «Es la falta de sueño, los ejercicios con troncos, los instructores sádicos resueltos a expulsar a todos los que no dan la talla. Son carreras por la playa, la pantorrilla que arde, instructores que te obligan a correr siempre más aprisa para intentar que te rindas. Es nadar dos millas en el océano, con límites de tiempo, corrientes que no perdonan y momentos de «¡Tócate los huevos! ¿Eso era un tiburón?». Son carreras de obstáculos contrarreloj, simuladores de artillería, buscar a los hermanos y que tus hermanos te busquen. Es cargar por encima de la cabeza con una balsa de goma de cincuenta kilogramos, con otros cinco tíos, hasta que los brazos te arden y tiemblas y te desplomas y luego redoblas el esfuerzo y a levantarla otra vez».
«Los francotiradores», cuenta el autor, «suelen hablar de la ‘neblina rosada’ que vemos cuando la bala impacta en un cuerpo y de la herida emerge, como nebulizada, sangre y materia. Este disparo fue un caso claro de neblina rosada. Lo vi todo. El cuerpo se dobló con violencia como una trampa para osos al cerrarse. El hombre pareció a punto de besarse los pies antes de caer desmoronado en un montón informe. Noté que los sentidos se activaban al máximo porque la adrenalina volvía a recorrer mis venas. Acto seguido me puse a buscar más blancos. Había sido una presa fácil. Un ciego lo habría podido hacer usando un rollo de papel de váter como mira». E informa: «El que nos mira desde una esquina una primera vez, tiene el beneficio de la duda. El que nos observa dos veces, confirma la sospecha, y a la tercera se lleva un balazo en la cara». Y su primera víctima: «Cayó de cara, sin tensión; el AK golpeó contra el suelo y los pies patearon el aire por detrás. El tiro le había atravesado el torso superior y los pulmones. Mi arma completó el ciclo con una nueva bala. La retícula seguía fija en su posición, pero no apareció un segundo blanco. Mi primera muerte confirmada. ¡¡Genial!!’, exclamaron los soldados. Sonreí ligeramente, sin apartarme del arma y buscando nuevos blancos». Todo un castigador.
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