Llegué por casualidad (y recomendación, no tengo reparo en reconocerlo) y he durado mucho más de lo que yo mismo pronosticaba. En junio de 2006 mi tío Javier Sánchez-Cuenca me invitó a relevarle. El entonces director del diario, José Eduardo Iglesias, me hizo una sola prueba (Cars, de la productora de animación Pixar), dio el visto bueno con dos correcciones mínimas y al agua pato.

Mi primer artículo para Bellver vino poco después, sobre el aventurero Tom Stobart (participó como cámara en la expedición al Everest de Hillary y Tenzing y vivió posteriormente en Mallorca largos periodos de tiempo). Carlos Garrido no me indicó que iba pasadísimo de longitud (lo estaba) y publicó encogiendo la tipografía. Tomé nota. Apenas he tenido feedback desde entonces y eso ha sido un halago (ausencia de injerencias) y el reto de ser mi propio (auto)crítico. Mejorar sin flagelar, ponerme en la piel de un espectador anónimo sin renunciar -como hacen muchos espectadores- al análisis in situ.

Respecto al oficio de redactar, de trasladar al lector esta afición (pasión es un adjetivo demasiado gastado) por el cine y la literatura, me he guiado por un consejo del añorado paleontólogo Stephen Jay Gould. Contaba que muchos de sus colegas cuando terminaban una investigación se enfurruñaban porque consideraban ingrato, aburrido, trasladarla al papel y difundirla. Para Gould en cambio era el momento más esperado. El de transmitir/contagiar al lector por qué se había embarcado en esa investigación y qué logros había obtenido. Intento recordar a Jay Gould cada vez que me planto ante el ordenador.

Los años, la cantidad de películas (cien al año) vistas con precisa regularidad, me han dado seguridad en mi oficio. Un trabajo que, a diferencia de algunos países anglosajones, no se estudia como tal en ninguna universidad. Muchos críticos (al menos los de cine) somos autodidactas. Estudiamos de reojo, a hurtadillas, a los gurús de nuestro gremio y después vamos madurando con el tiempo y la práctica. La clave es tener criterio. Un marco, unos parámetros, que eviten la sensación de arbitrariedad. En mi caso valoro en primer lugar el guión porque los guionistas (me insistió Lew Hunter en UCLA) son la (pen)última reencarnación los contadores de historias primitivos. Reviso la originalidad, verosimilitud y profundidad del libreto. A continuación, sin minimizar su importancia, examino las facetas más cinematográficas (fotografía, ritmo, tono), las interpretaciones, la música, y la invisible pero sensible cohesión del conjunto.

A diferencia de las críticas de cine semanales, limitadas a la película vista en cada momento, los artículos en Bellver me permiten echar la vista atrás (aniversarios de cineastas o películas emblemáticas), repasar géneros (ejemplo, el auge del cine negro en China, con autores no del todo serviles al régimen), temas genéricos (el futuro del cine, de la cultura, la situación del cine español) o jugar(mela) a anticipar el futuro del séptimo arte.

Ese es el valor del suplemento. Ofrece reflexiones, paradas para levantar la vista y mirar alrededor. Permiten al lector (y me obligan a mí a) refrescar la memoria, cubrir lagunas, ver películas sobre directores o temas que no se dominaban. En definitiva, un reciclaje obligatorio, continuo y gustoso.

La cultura, aunque no viva su mejor momento, es imprescindible en una sociedad con un mínimo de inteligencia y autoestima. Sudando, tiritando o redoblando esfuerzo, la cultura se mueve, está viva, transmite conocimientos, emociones, innova... Ayudar, guiar a los lectores y espectadores nunca será un esfuerzo baldío.