La cultura no es un derecho, es un desafío molesto en cuanto que consume una atención cerebral superior a un tuit o una teleserie. Presumir de incultura ayuda a triunfar. De existir, la persona culta sería sospechosa, disfuncional, casi yihadista. Aceptadas tales premisas, no corresponde explicar el declive de la actividad intelectual no guiada por el beneficio inmediato, sino su supervivencia. Está costando lo suyo acabar con la cultura, y alguien tenía que decirlo.

El panorama es tan desolador que ha sido detectado hasta en las encuestas. Al CIS me remito. En su barómetro de septiembre, el Centro de Soraya Sáenz de Santamaría confirma que la mitad de españoles se jactan de no leer. Y tampoco leen la mitad de quienes no se atreven a confesarlo, porque los sondeos siempre inflan la participación electoral y cultural.

Los resultados sobre la deserción pecan de anodinos. El impacto se produce cuando el docto CIS plantea a los iletrados "¿Cuál es el motivo?" de su desafección. Ni se inmutan, a diferencia del sonrojo en las épocas de prestigio cultural. La mitad contesta abiertamente que "no le gusta, no le interesa" la lectura, como quien se ahuyenta moscas de la cara.

Un segundo contingente reseñable "prefiere emplear su tiempo en otro tipo de entretenimientos", donde el verbo "emplear" es un eufemismo sociológico por "perder". Y el bofetón definitivo se encaja al comprobar que solo uno de cada cien no lectores se abstiene por el elevado precio de los libros, uno de los argumentos más manidos en el discurso de los humanitarios repelentes. La lectura no se salva ni por el criterio Rolex.

La seguridad ciudadana ha evolucionado hasta tal punto en el terreno de la cultura, que las librerías podrían permanecer abiertas de par en par durante las noches, sin que se registrara una sustracción en su interior. También procede relativizar el cacareado éxodo audiovisual, porque los cines podrían suprimir los controles de acceso en la mayoría de sesiones y películas. Semanalmente se publica un documentado comentario que anuncia la extinción del séptimo arte.

De nuevo, me asalta la sensación de que pude escribir este artículo diez años atrás. La condenada cultura se resiste a desaparecer. Por ejemplo, El porvenir es una película reciente de indudable pedigrí comercial. Sin embargo, Isabelle Huppert se embarca en una animada discusión sobre la vigencia de Slavoj Zizek, casi impensable en un producto que compite con los superhéroes.

Captain Fantastic dobla la apuesta ultracultural. La familia hippy de Viggo Mortensen celebra la Natividad de Noam Chomsky, en un gambito digno de Mark Twain. Este esoterismo no lastra la película, una inteligentísima sátira coral. Por supuesto, estamos magnificando las excepciones renqueantes. Costaría rastrear nuevos contraejemplos voluntariosos. Quienes continúan amarrados al compromiso cultural, es porque no han intentado dejarlo.

El abandonismo cultural cursa sin rehabilitación posible. (Sí, esta frase pudo anotarse en los años sesenta, y de aquí a otros sesenta). El libro ha perdido su posición hegemónica como artefacto, también al disolverse en la ciberesfera. En contra de lo que he defendido en otros escritos afortunadamente olvidados, los grandes lectores han migrado al e-book. Los demás ya no necesitan disimular.

Esta envolvente desemboca en el vigésimo aniversario del suplemento cultural que la acoge. No podía imaginarse mejor cabecera que Bellver, estructura circular donde Borges hubiera asentado feliz su biblioteca. Antaño interfaz con los almacenes de papel, los suplementos literarios han evolucionado a literatura en sí mismos. Describen un mundo irreal, levantan el inventario de objetos improbables que nos estamos perdiendo, "porque preferimos emplear nuestro tiempo en otro tipo de entretenimientos".

Tal vez no sea la comparación idónea para enunciarla aquí, pero entre el suplemento cultural y la cultura se establece la misma relación que entre la pornografía y el sexo real. La primera ha acabado por deglutir al segundo, en contra de cualquier predicción y quizás por el diferencial de esfuerzo requerido. Un libro de 600 páginas se yergue como cima inabordable, un catálogo de libros implica todavía hoy pegar la nariz al escaparate de la pastelería. La cultura fue ante todo un refinado voyeurismo.

Ningún suplemento dura veinte años, punto. Y sobre todo, ningún suplemento perdura sin incorporarse a la matriz que lo acoge. Dos décadas después, se despoja de su condición suplementaria de aliciente para transformarse en ingrediente. No funciona únicamente porque disfrutamos de su presencia, sino sobre todo porque notaríamos su ausencia, como aseguran que sucede en las parejas de larga duración.