¿Qué puedo decir? Los suplementos culturales de los diarios son tan necesarios como los periódicos. Podríamos desde luego prescindir de ellos, igual que podríamos dejar de dormir sobre una cama y hacerlo directamente en el suelo (sobre un lecho de suplementos y periódicos antiguos). Los libros no parecen ser un bien que uno debe "consumir" para seguir viviendo. ¿Qué más superfluo que una novela, más insignificante que un poema, más irritante que un cuadro colgado en una galería de arte? Si un escritor parece un lujo innecesario en la sociedad en la que vivimos, de telegramas absurdamente imprescindibles que salen y llegan en pequeñas pantallas de teléfono, ¿cuánto más lo será quien se dedica a escribir sobre lo que hacen los escritores, los dramaturgos, los músicos y los artistas? Lo único para lo que parecen servir los suplementos de cultura es para albergar la crítica, una labor monástica efectuada por unos coolis que salen por la noche a la calles a recoger migajas del suelo. Si los libros y por ende cualquier elitista manifestación de la Kultur son inútiles, ¿qué nimio papel le es dado representar a la crítica, es decir, al comentario que interpreta o analiza esas manifestaciones o, así llamadas, "expresiones artísticas"? El papel, quizá, del apuntador a posteriori, que es el enterrador de la "obra" que critica, reseña, comenta. En resumen, como exclama la reina de corazones de Lewis Carroll, "¡que le corten la cabeza!" a la crítica.

Sin embargo, es fácil demostrar que eso que parece tan estrafalario y marginal (the criticism) es lo que ocupa más del ochenta por ciento de la mente humana. ¿Cuánto tiempo dedicamos al día a comparar, criticar, juzgar, absolver o condenar? Y discutir, tener razón y quitársela a los demás. Por tanto, la crítica es una actividad natural y muy extendida. Mucho más que la lectura de novelas o de poemas. Ezra Pound decía que la crítica es comparación. Al leer un libro comparamos con otros que hemos leído antes (o nunca leímos pero pretendemos que sí), y de esa comparación surge la empatía hacia el libro o por el contrario su rechazo, un juicio negativo. En cualquier caso, la lectura habitual y en lo largo del tiempo de libros, como también la observación del arte, despierta un instinto, un gusto, una mirada, un "estilo", que facilita la expresión de la crítica. Ese gusto y esa mirada suele ser hacia muchas expresiones de la cultura, no se agota en la literatura y alcanza el arte o la música.

Cuando hacía poco que Bellver había empezado en el DIARIO de MALLORCA, su director me ofreció escribir en el suplemento artículos sobre libros u otros asuntos culturales. Antes había sido José Carlos Llop, caballero de Bellver, que me había sugerido hacerlo. Me comprometí a escribir algo para cada número. Y di con un título para la cabecera de los artículos: "Vasos comunicantes". Pensé que eso era lo que la actividad crítica y la prensa cultural en general debía hacer: conectar a los autores con los lectores, los críticos con los críticos, permear los dominios artísticos, servir de filtro y disolver un gusto en otro. Semana tras semana iba desarrollando mi natural vena crítica, algo de lo más corriente, y daba un hueso al que roer a los críticos de los críticos, los únicos que me leían los jueves por la mañana bajo los neones de alguna cancillería. Y aún sigo haciéndolo, aunque sea de vez en cuando. Asomo la cabeza entre las almenas y lanzo algún dardo ardiente, pero no envenenado, como aquellos de Tófol Serra. Y recuerdo las bajas que hubo en nuestras filas bellverianas, Jean Schalekamp por ejemplo.

En definitiva, desde la isla coreana de Huksando proclamo que Bellver sigue siendo un castillo y que lo sea por muchos años.