Quizá ni siquiera tenía nombre. O quizá se llamaba "Páginas culturales del DIARIO de MALLORCA, o algo así. Pero recuerdo muy bien qué clase de cosas se publicaban, porque las leía emocionado cada jueves -creo que el suplemento salía los jueves, aunque no estoy del todo seguro-. Recuerdo los artículos de Josep Albertí, sobre todo uno que hablaba de un libro de poemas de Francesc Parcerisas (Latitud dels cavalls) que se inspiraba en una canción de los Doors. El artículo era una reseña, sí, pero también una extensa meditación sobre la poesía simbolista y Rimbaud y Jim Morrison y la vanguardia poética. Yo no sabía quién era Josep Albertí, pero al leerlo uno se daba cuenta enseguida de que aquel poeta -luego supe que lo era- sabía muy bien de qué hablaba. Vivíamos en una asfixiante ciudad provinciana, y todos los jóvenes aficionados al cine y a la literatura teníamos la sensación de vivir muy lejos de los lugares donde creíamos que sucedían las cosas que de verdad importaban. Eso era innegable, pero cada jueves abrías este periódico por las páginas de cultura, y de repente todo lo que parecía imposible se hacía realidad: Rimbaud, Jim Morrison, la poesía joven escrita en catalán, la vanguardia, los nombres que nadie pronunciaba en un instituto o en la universidad. Y entonces ya no vivías en la ciudad provinciana y adormecida que también había sido la ciudad de tus padres y de tus abuelos, sino en un lugar muy extraño que podría estar en las míticas latitudes de los caballos de Jim Morrison, o en cualquier otra ciudad que nos pareciera dolorosamente inalcanzable: París, Nueva York, qué más daba, cualquiera que estuviera lejos, cualquiera que no fuera la nuestra.

Y lo mismo se puede decir de otros colaboradores de aquel suplemento, y el primero que se me viene a la cabeza es Damià Huguet, cuyos artículos de cine eran superlativos. Ahora mismo recuerdo el que escribió sobre una película de Louis Malle, Le souffle au coeur, que yo acababa de ver en el cine Rialto de Palma. Aquel artículo era una reseña, sí, pero también un ensayo sobre el cine y la vida y la extraña relación entre una madre y su hijo en un hotel perdido en la campiña francesa. Yo no sabía aún que Damià Huguet era poeta -lo descubrí poco después-, pero también estaba claro, nada más leerlo, que aquel hombre sabía de lo que hablaba. Citaba con la mayor naturalidad del mundo a los maestros del cine francés clásico -Renoir, Carné, Duvivier, Clair-, hasta el punto de que uno imaginaba que Huguet se había criado en un cine de París, viendo películas de la mañana a la noche. Pero lo bueno del caso es que Huguet se había criado en Campos y había adquirido sus enciclopédicos conocimientos de cine en Palma y Barcelona, nada más. ¿Vida provinciana? Sin duda. ¿Sensación de ahogo? Claro que sí. Hasta que uno abría las páginas de cultura de este periódico y de pronto se daba cuenta de que nada era como creía.

Y para confirmarlo bastaba ver la sección que tenía Cristóbal Serra, "Los paliques de la Rotonda", en la que Serra reproducía las charlas que celebraba con sus amigos en los sótanos de las librerías Ereso y luego Byblos. Serra llamaba "tertuliantes" a los participantes en sus charlas -para él las palabras debían ser tan juguetonas como un bufón de Shakespeare-, y también les daba unos apodos muy raros (el Deán de Babilonia, Mercucio, Urbano, Fierabrás, Dragonet, Pisístrato, Sileno, Mago Merlín). Los lectores de aquellas charlas, que versaban sobre el dadaísmo o el demonio o la pintura moderna, no sabíamos que aquellos "tertuliantes" camuflados eran Otto de Sola, Claribel Alegría, Francisco Monge, Antonio Fernández Molina y otros amigos de Serra. Todo era tan misterioso que aquellas reuniones literarias parecían una especie de logia masónica que se dedicaba a conversar sobre cosas que sólo interesaban a unos cuantos chiflados (aunque Serra odiaba a la masonería). Pero lo importante es que aquellos "Paliques" traían docenas de informaciones inesperadas que era casi imposible encontrar en cualquier otro sitio. Serra y sus amigos hablaban del Diario de Julien Green, de Huysmans y su Allá abajo, de Chagall, de Klee, de Braque -todo eso lo compruebo ahora porque Serra reprodujo algunos de esos "Paliques" en su edición de Péndulo-, y para alguien que apenas tenía 16 ó 17 años, aquellas conversaciones eran una mina de descubrimientos insospechados que valían su peso en oro. Incluso me pregunto si en algún otro lugar de España, incluyendo Madrid y Barcelona, se publicaban las cosas que se publicaban aquí. Haciendo memoria, sólo se me ocurren algunas secciones de la revista Triunfo y las primeras revistas contraculturales que empezaban a publicarse por aquellos años: Star, Ajoblanco, cosas así. Pero esas revistas se vendían en los quioscos y había que buscarlas. El suplemento cultural del DdM, en cambio, venía cada semana con el ejemplar del diario. Esa era la gran, la grandísima diferencia.

Bellver cumple ahora veinte años. Lo inició Pedro Pablo Alonso, el director de este periódico, y gracias a él y a su interés por la literatura pude convertirme no sólo en lector sino en colaborador habitual. Algunas secciones de Bellver llevaron mi firma durante algún tiempo, y uno tiene la vaga esperanza de que sirvieran a los lectores jóvenes de aquellos años igual que a mí me habían servido los artículos de Josep Albertí o Damià Huguet (Cristóbal Serra fue otra cosa porque pude tratarlo durante mucho tiempo y su magisterio se hizo, por así decir, personal). Por otra parte, los que colaborábamos en Bellver teníamos el raro privilegio de poder escribir lo que nos diera la gana. Nunca hubo consignas, nunca hubo recomendaciones ni vetos, y estoy seguro de que las cosas siguen siendo así y seguirán siendo así. Quizá pueda parecer muy poca cosa, pero cualquiera que conozca el funcionamiento interno de los suplementos literarios sabe que las cosas no son tan bonitas como parecen. Y además, el hecho mismo de que Bellver haya seguido existiendo en estos tiempos de recortes generalizados es un milagro que hay que agradecer a las pocas personas que se han tomado la molestia de hacer que sea posible (y aquí vuelve a ser obligado citar a Pedro Pablo Alonso). Y aunque casi nadie valore ya nada que tenga que ver con los libros y la cultura (y el cine y la poesía y el cómic), es bueno que alguien se acuerde ahora de todo lo que supuso Bellver en la vida de mucha gente. Qué suerte tuvimos, sí, qué suerte.