Dos millones de niños nacieron ayer en todo el planeta pero, por razones de espacio y a efectos de este artículo -diez mil nuevos seres humanos vendrán al mundo mientras usted lo lee-, nos centraremos sólo en una de ellos. Si hablo del reinado de Leonor I de España, se me recriminará un exceso de ceguera o convicción monárquica en tiempos turbulentos. Sin embargo, si vaticino que este bebé no accederá a trono alguno, les estaré participando la sensación de zozobra sobre el vertiginoso trayecto que conduce a ese no reinado. En cuanto al sexo, que supone una mácula constitucional para la neonata y nonata aspirante a la corona, nadie entendería que no alcanzara la jefatura de Estado por ser mujer. Nadie excepto su futuro hermano, que ya la aventaja en la carrera sucesoria antes de ser concebido, y recuerde que Felipe de Borbón aventuró que tendría entre dos y cinco hijos. Por primera vez, la contracepción se erige en una técnica de pacificación estatal.

Por tanto, Leonor I es una Reina sin papeles, cuya regularización está pendiente de un apaño en la indeformable Constitución. El exceso de aspirantes a su puesto de trabajo puede convertirla en una ilegal, si aparecen en lontananza el ominoso y fraternal varón o Elena de Borbón. Tanto puede ocupar el trono como quedarse fuera de la Familia Real, como una nueva señora Marichalar o Urdangarín, condenada a vivir de los suculentos contratos del Govern. La euforia de ayer viene tamizada por la transitoriedad de su destinataria. ¿Deberán las feministas, empezando por Letizia Ortiz, lamentar el nacimiento de aquí a unos años de un Letizio I que aplaste las aspiraciones de su hermana, nacida como una española más en una clínica privada de lujo? Por las mañanas será educada para reinar. Por las tardes, se la adiestrará para ver aplastado ese sueño.

Si hay algo que España no necesitaba ahora mismo, es un debate sobre la jefatura del Estado. Aliada con la biología y más furiosa que un Estatut, Letizia Ortiz también le ha levantado la tapa a esta caja de Pandora. A posteriori, lo increíble no es que Leonor I se haya saltado el protocolo y no haya sido varón de acuerdo con el pronóstico dominante, sino que nos hicieran creer que la princesa periodista se decantaba por la virilidad. En contra de los rumores, si se le hubiera dado a elegir el sexo de su primer hijo -después de haber evitado la reproducción por todos los medios posibles- , el resultado hubiera sido el que hoy festejamos. Tenía que ser mujer, un desenlace que debió escalofriar a miembros de la Familia Real más timoratos que la aguerrida asturiana.

La noche en que Letizio cambió de sexo vuelve a situarnos ante la figura cenital de la monarquía española, Letizia Ortiz. Todo lo complica. Su vigor ha reavivado la monarquía, pero también la ha enfrentado a sus contradicciones hasta colocarla al borde del estallido. Nada es normal a su alrededor. Siempre cabalga las montañas rusas, ahora ha puesto el dedo en la llaga constitucional destinada a impedir en los años setenta que Elena de Borbón ocupe el trono, una hipótesis descartada incluso por los republicanos más conspicuos. Los españoles han de atender ocupaciones más urgentes que nombrar a la heredera del heredero pero, si el patronímico elegido parece poco leonorable, basta con descomponerlo en LEtizia-ON-ORtiz, donde vemos que la periodista ha dejado para siempre su impronta en la denominación de su primogénita.

Leonor I no será en cualquier caso la primera reina de España desde Isabel II. Ese rango le corresponde a su madre, que ya ejerce desde que en otoño de 2003 prometió casarse con Felipe de Borbón. No es un soplo de aire fresco, sino un huracán fresco que barre con los sobreentendidos, un segundero en un bosque de minuteros. Presumirle una nueva personalidad, equivale a jactarse de haber silenciado un volcán. No dudamos de que Letizia Ortiz avala una modificación constitucional, salvo que ella postularía que la sucesión se realice exclusivamente por vía femenina, hasta tanto no se compensen siglos de agravio en este apartado.

Los defensores de la república, no necesariamente islámica, se enfrentan ahora a un desafío sexual. Las reacciones de los líderes a favor de la República, varones en su inmensa mayoría, se miden a una Familia Real que propone dos reinas consecutivas, sorteando los mandatos constitucionales. ¿Cuánto tiempo tardaríamos en elevar una mujer a la presidencia del Estado? No olvidemos que la reivindicación sexual es más intensa que la concerniente a la organización política, salvo en los estadounidenses que han ocupado Irak para devolverlo a la ley del Islam. A propósito, la reforma de la Constitución debe incorporar la posibilidad de que el esposo de la Reina ostente el título de Rey, la única discriminación feminista vigente en la actualidad.

Letizia Ortiz era ya la mujer más poderosa de España, y acaba de alumbrar a la número dos en ese apartado. Una plebeya tiene en su mano la configuración de un Estado monárquico, para que la contradicción sea completa. Los miembros de la Familia Real, oscurecidos por su presencia, han de respetarla más incluso que hace unos meses. En Mallorca se entiende especialmente el papel de Doña Leonor, el nombre con el que siempre se conoció a la esposa de Juan March Ordinas. La audiencia tendrá oportunidad de comprobar que tampoco los reyes trabajan para la eternidad, y se demostrará aquí de nuevo que la igualdad se ha logrado cuando una mujer desempeña un cargo con tanta mediocridad como un varón, sin que se conmueva el universo mundo. El secreto de la aceptación popular de Letizia Ortiz radica en que Felipe de Borbón ha de demostrar que eligió a la mujer que hubieran votado mayoritariamente los españoles. Nunca estará claro si seleccionó a la candidata que hubieran patrocinado los partidarios de la continuidad de la monarquía.