­Dos mentes privilegiadas enfrentadas. Una lucha de titanes intelectuales escenificando el combate entre el bien y el mal. Podría ser el producto de la imaginación de sir Arthur Conan Doyle, Holmes y Moriarty, el héroe y su antagonista. Se trata, sin embargo, del retrato de una de las faces menos conocidas de uno de los mayores genios de todos los tiempos, el físico, matemático, cosmólogo y filósofo natural Isaac Newton en su condición de agente de la ley contra el mayor falsificador británico de todos los tiempos, William Chaloner.

Y del mismo modo que demostró cómo la fuerza gravitatoria lleva a la manzana a caer del árbol, aplicó todos sus conocimientos y su minucioso proceder científico para tumbar y llevar a la horca al hombre que encarnó como pocos la excelencia de los falsificadores que llevaron a la Inglaterra de finales del siglo XVII al borde de la quiebra financiera inundando el mercado de monedas falsas.

El autor británico Thomas Levenson escenifica ese duelo de inteligencias en Newton y el falsificador (ed. Alba), entremezclando a lo largo de más de 300 páginas las biografías de dos hombres de mente extraordinaria y cuna dispar, que encaminaron sus vidas por derroteros antagónicos hasta que se entrecruzaron en 1697 con Newton como defensor del entonces maltrecho sistema financiero británico al frente de la Casa de la Moneda y con Chaloner como el obstinado delincuente que se empeñó en aplicar su inteligencia a vivir a costa de la Corona falsificando una y otra vez guineas, libras y cuantas monedas se pusieran a su alcance.

Levenson desgrana los primeros años de Newton, poco querido por su familia y obsesionado por su avidez de entender y explicar el mundo a través de las herramientas matemáticas, en el Trinity College de Cambridge, primero como alumno y después, y durante más de 30 años, como profesor. Describe cómo a sus veintipocos años, alejado del Trinity por el obligado cierre de las aulas a causa de un brote de peste, convulsiona los cimientos de la física moderna con el germen de lo que será su obra maestra, Philosophiae naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), más conocida como los Principia.

Después de una vida entregada al estudio y a la comprobación matemática de todo cuanto le rodea, de años obsesionado con la persecución del sueño alquímico y del análisis de la Biblia en busca de una explicación integral del Universo, por fin abandona Cambridge para mudarse a Londres, tras ser reclamado para ocupar el puesto de interventor en la Casa de la Moneda.

Es el año 1695. El rey Guillermo III de Inglaterra lleva años enzarzado en una sangrienta y costosa guerra contra Francia que diezma las arcas públicas. Londres es una ciudad de 600.000 almas (poco menos que la actual Valencia), donde los pobres y los desperdicios se hacinan a partes iguales en sus calles, la picaresca domina el día a día y comienza a esbozarse una incipiente industrialización que envuelve sus edificios en una niebla tóxica, apenas un leve augurio de la que asfixiará la ´City´ un siglo más tarde. La libra vive uno de sus peores momentos.

Circulan tanto monedas de plata fabricadas a mano a las que los delincuentes liman los bordes para quedarse con el preciado metal, como las primeras que salen de ceca acuñadas con máquinas, aunque bajo un sistema rudimentario que destroza hombres y caballos.

Investigar bajo un método

Newton acepta el reto de poner orden en ese caos y lo logra aplicando el método científico a la tradición acuñadora. Los resultados son brillantes, así que pronto le encomiendan una segunda misión, particularmente desagradable para quien ha desarrollado toda su vida personal y profesional entregado al estudio de la ciencia: acabar con la legión de falsificadores que pone en jaque la supervivencia de la libra y, por ende, el incipiente imperio de su majestad, incapaz siquiera de fabricar monedas para sufragar la guerra porque apenas queda plata en la isla.

Y así, 130 años antes de que se creara el primer cuerpo de policía moderno, la Policía Metropolitana inglesa nacida en 1827, Isaac Newton, aplicando el mismo sistema metodológico que le permitió descubrir las leyes que gobiernan el equilibrio entre los cuerpos celestes, creó una cohorte de investigadores a sueldo que, a golpe de dinero y promesas de indulgencia judicial, dio con los huesos de decenas de falsificadores en la temida cárcel de Newgate, la mejor representación en la tierra del infierno de Dante.

Newton, el gigante intelectual y enano emocional que jamás tuvo amigos ni allegados, más allá de una turbulenta y desequilibrada relación íntima con un joven físico suizo, se convirtió en un implacable perseguidor de falsificadores; no tuvo empacho en reunirse con delincuentes de la peor calaña en tabernas de mala muerte y, según dicen, incluso gozó obteniendo bajo presión confesiones de quienes habían desafiado la ley.

Pero con nadie como con Chalendon puso tanto empeño en demostrar la certeza de su tercera ley, la de la acción-reacción, porque fue el único que osó desafiarlo pública e intelectualmente. Y así demostró que la fuerza de esa provocación generó otra mayor que condujo a Chalendon directamente a la horca.