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Opinión

Miralles, un obispo miserable

En el invierno de 1937, entre enero y febrero, la pena de muerte contra Alejandro Jaume Rosselló había sido dictada por el consejo de guerra. Desde el cuartel general de los golpistas, en Burgos, el general Franco había ordenado el fusilamiento para dar cumplido escarmiento a los partidarios de la legalidad republicana. El obispo Miralles estaba emparentado con la familia Jaume, era primo del padre de Alejandro. Además, mantenían un contacto regular. Se trataban con asiduidad. Era pues lógico que la familia buscara la complicidad de Miralles, que moviera los hilos para intentar la conmutación de la pena. El hermano, Andrés; el cuñado y abogado defensor, Luis Alemany, y el sobrino de Alejandro, Andrés, solicitaron reunirse con el obispo. Este, conocedor de lo que le iban a pedir, accedió de mala gana. Los recibió en palacio, haciendo valer desde el primer momento su estatus, dejando de lado el parentesco, y sin darles oportunidad de plantear el asunto les dijo que Tano (así llamaban en la familia a Alejandro Jaume) tenía lo que se había buscado, que su condición de rojo y ateo le impedía intervenir. La entrevista duró unos pocos minutos. Abrupto y desagradable, Miralles se cerró en banda, no atendió ningún razonamiento, reiterando que las cosas estaban como estaban y que buscasen ayuda en otra parte, que él no estaba en condiciones de prestarla.

A quién puede extrañar que se desentendiera del fatal destino que esperaba al sacerdote Jeroni Alomar Poquet, fusilado por ayudar a algunos republicanos a escapar de la suerte que les aguardaba si eran apresados por los matones falangistas. Miralles fue un obispo miserable, vengativo, de los que bendijo la "cruzada de liberación" y "comprendió" que lo que estaba sucediendo en Mallorca, los asesinatos, se perpetraban en nombre de Dios.

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