Fue concebido para ellos, los viajeros convertidos en turistas al hacerse masa. Siglo XX. Hoy pasan al lado y le hacen de lado. Ni lo ven. El azul eléctrico de su armadura, su forma de arma militar incluso, no se significa. Queda solapado por la Catedral. La piedra sagrada le gana la batalla a la ciencia. La iglesia gótica tiene mucho latín. Si la mirásemos a través de uno de esos catalejos de moneda la descubriríamos cóncava.

En el camino al Varadero, en el Moll Vell, donde tanto se ha especulado para convertirlo en parque de atracciones y paraninfo del mal gusto con esa ópera que nos quisieron colocar, se encuentra un solitario catalejo. Se les llama de pago o de monedas para diferenciarlo de su padre, el inventado por un holandés, Hans Lippershey, supuestamente. El invento óptico nació en el siglo XVI y fue utilizado por los amantes de los pájaros y por los marinos. A través de su lente se acercaba lo lejano. Tan lejos, tan cerca. A partir del desarrollo del turismo, el artilugio se adaptó al mercado de las sugerencias y se le puso precio. Con una moneda, aquel buque fantasma, o aquel pájaro huidizo se hacían más reales porque se les veía en primer plano, se metía en la retina y después el cerebro codificaba los haces de luz. La matemática hace el resto.

El recuerdo de estos visores son excursiones a Formentor para ver el faro al galope de los catalejos azules porque todo niño del boom turístico se ha subido a lomos de él, se ha crecido en lo alto de su plataforma. Todo niño del desarrollismo, de aquella bonanza económica de los 70 amparada en la industria turística, sabe lo que es ver el paisaje como si fuera un ojo de pez. El faro se convertía entonces en una caseta de pájaros o en un nido de aventuras donde lord Jim se las deseaba con Peter Pan a bordo de una goleta llamada Barril.

Los catalejos azules están anclados a la tierra, no permiten mucho movimiento, de ahí que el paisaje que uno ve a través de sus lentes cóncavas sea más parecido a una fotografía que al cine.

Ahora, los anteojos de pago se han quedado para vestir santos. Los pocos que quedan, como el que mira al dique del Oeste, se han quedado ciegos. Triste destino para una máquina cuya razón de ser es hacer visible lo lejano. ¿Qué habrá ocurrido?

Al igual que los tiovivos o que las cabinas de teléfono, incluso los buzones, las ciudades transforman su mobiliario según se dan los usos y cambios. Ya no hay niños que quieran dar vueltas subidos en un caballo de cartón porque hoy juegan con la realidad virtual que les pone en una pantalla a galopar a velocidad de bit. Ya no hay personas apretujándose para meterse en las cabinas de cristal y llamar a su novia porque ahora prefieren teclear un mensaje de amor con los jeroglíficos siglo XXI que son unos señores calvos llenos de corazones. No queda tampoco quien escriba cartas porque ya no quedan coroneles que las esperen. Ante semejante panorama, quién va a querer ver el paisaje a través de una lente cóncava. ¡Qué aburrimiento!

Pues desde aquí, vindico el aburrimiento y pido a quien corresponda que arregle esos catalejos de moneda. Gracias.