Nos va el trapío. Le entramos al trapo a degüello. Somos de pase torero a pesar de que muchos abominen del astado. Somos hijos de un estandarte en precario. Quien diga lo contrario, que mire a lo alto y examine balcones y balaustradas, que afine el ojo a las ventanas y comprobará, como si fuéramos Julietas, que los de Palma lanzamos la tela de sábana a los Romeos que nos tantean.

Desde ahí se eleva la protesta, se pintan el entusiasmo, el ruego y la súplica y el llanto y la queja. Con cuatro letras sembramos de amor los balcones. Con seis, nos declaramos en huelga, las mismas que se necesitan para estar contra la guerra. Eso sí que tiene tela.

Desde Madrid y desde el consulado balear se alzan voces legalistas que nos quieren enviar de viaje al pasado pagando un precio muy alto. Cosas del túnel del tiempo. La ley de símbolos ha sacado a relucir la verdadera entraña de estos que juegan a gobernar como quien juega a la play station porque han confundido este país con una pantalla líquida. ¿Qué haremos entonces con nuestra costumbre de echar trapo sobre la balconada?

Las ciudades emiten señales de faro con los trapos que se cuelgan de sus ventanas. Así, en estos momentos, estamos inmersos en la marea verde, pero nos hemos puestos coloraos con el fútbol o morados con la Pascua, y nos han crecido violetas de gritar contra la violencia de género. Pero fue, sin duda, en los años de la Guerra de Irak cuando los balcones estallaron de ira y estupor. El negro, el mismo negro del chapapote, también en la misma etapa, la del gobierno de José María Aznar, ¿recuerdan?, sembró la protesta callejera contra el escuadrón de la muerte, el triángulo de las Azores: Aznar, Blair y Bush, con Barroso, el testigo esfinge.

Fueron días de manifestaciones semanales. Palma lucía en sus puertas adhesivos contra la guerra y sus balcones eran un apunte negro contra las patrañas asesinas. Han pasado diez años del Sí a la paz, no a la guerra, pero hay quien sigue colgando de su balcón su grito contra la Guerra. ¿Cuál de ellas?

Hay quién considera que la actual situación de crisis económica y financiera, de cambio de modelo, de retroceso del estado del bienestar, es la IV Guerra Mundial. El vecino de Palma que ha colgado en su balcón su No a la Guerra, escrito en letras rojas sobre fondo negro, tiene motivos sobrados para seguir con ese trozo de tela. Si le aplican sanción alguna con la dichosa ley de símbolos, siempre podrá excusarse en que esa no es su guerra.

¿El vecino se ha olvidado y ahí está su pancarta, o es una necesaria e intencionada reiteración? Que cada cual haga de su memoria un sayo. Porque de eso sí vamos, de ser una ciudad de trapos.