En 1300, Jaime II de Mallorca ordenaba la construcción de dos capillas reales. Una en la iglesia de San Juan de Perpiñán y la otra en la iglesia de Santa María de Mallorca, es decir, en lo que con el tiempo llegaría a ser la catedral. Al mismo tiempo dejaba escrito que debería ser enterrado en una de ellas, según le encontrase la muerte, bien en la isla, bien en el continente.

Once años después, concretamente el 29 de mayo de 1311, el monarca moría en la Ciutat de Mallorques. Por tanto, siguiendo su voluntad, fue enterrado en la capilla de la Trinidad –la cual se estaba acabando de construir durante aquellos días– primera de las que conformaría la catedral. Desgraciadamente, no se ha encontrado ninguna descripción detallada del ceremonial seguido en el entierro de Jaime II, aspecto que sí conocemos para el caso de sus parientes los reyes de Aragón en Poblet. Hubo un momento en que el sarcófago real se colocó entre el presbiterio (el altar mayor, en la capilla real) y el coro, situado en la nave central de la catedral, y allí permaneció hasta la reforma de Antoni Gaudí durante los primeros años del siglo XX.

El historiador Joan Pons i Marquès encontró en su día, entre los vetustos papeles del archivo de la catedral, el ceremonial de la conmemoración de difuntos, cuya liturgia giraba entorno a la tumba del rey mallorquín.

Un pequeño esbozo de aquella ceremonia sería como sigue: En primer lugar, el maestro de ceremonias, se dirigía, desde la catedral, al Palacio Episcopal para avisar al obispo que ya era hora de ir al templo para iniciar la ceremonia. A continuación, el heraldo se dirigía al Palacio de la Almudaina para, de igual modo, avisar al virrey y al procurador real, los cuales comparecían vestidos con gramallas. El obispo entraba directamente por el portalito de la calle de Sant Bernat –tal como han seguido utilizando hasta el día hoy los obispos de Mallorca, cuando han tenido que ir a celebrar en la catedral– a través del cual accedía directamente a la sacristía. Allí se revestía con estola pluvial negra y mitra simple. Los dos canónigos más mayores y tres capellanes con capas pluviales negras le asistían. Todos ellos se dirigían al presbiterio –allí les aguardaban arrodillados el virrey y el procurador real–, y se colocaban alrededor del sarcófago de Jaime II, mirando hacia el altar. El obispo hacía dos absoluciones, con incienso y agua bendita, destinadas al virrey y al procurador real. Luego el prelado besaba el anillo de las dos autoridades civiles. Luego el archidiácono realizaba las absoluciones al resto de los presentes. Esta ceremonia fue considerada solemne e importante durantes siglos, así lo denuncia la documentación conservada, a través de la cual se pueden extraer noticias de cómo era y en que situación se conservaba el sarcófago real.

Era un ataúd de madera, el cual estaba flanqueado por cirios pintados con los escudos del rey. Al menos desde 1327, el ataúd estaba cubierto por un paño azul blasonado con el escudo de Jaime II (sobre un fondo amarillo, tres palos rojos): "un drap blau e senyals reials que feu fer a ops del monumento a cobrir del molt alt Senyor en Jacme de bona memoria, Rey de Mallorches". En 1389, se tuvo que hacer un ataúd nuevo: "una caxa de fusta de Valencia la qual compre ops de metre lo cors del molt alt Senyor Rey en Jacme de bona memoria". En 1588, Felipe II ordenó que fuese cambiado de nuevo el paño y fuese construida "una rexa de yerro alderredor de la dicha sepultura". En 1615, la comisión de la Junta del Real Patrimonio, tras la visita que hizo a la tumba del rey, denunció que "el drap que sta sobre la sepultura del Serenissim Senyor Rey en Jaume sta molt dolent y romput, y molt dolent es groch y vermell quey son les armes dels Reys de Aragó", motivo por el cual ordenó la elaboración de un tapete nuevo cubierto con la bandera real. En 1620 se volvió a fabricar un ataúd nuevo de madera, ahora forrado de terciopelo negro, claveteado con clavos dorados.

Como se ve, la conservación del ataúd real no era cosa fácil, máxime cuando era costumbre de muchos visitantes el destaparlo para poder ver los restos del monarca, llegando, incluso, a manosear el cadáver. Ese abuso aceleraba su deterioro. Por ello, en 1779, Carlos III ordenó se construyera un sepulcro de piedra para conservar con dignidad y decoro los restos de Jaime II. El 29 de octubre de 1780 fue colocado el nuevo panteón, en forma de urna monumental de traza clasicista.

Así se mantuvo el sepulcro hasta 1900, momento en que se emprendió la gran reforma impulsada por el obispo Campins y encargada a Antoni Gaudí. Fue entonces cuando el panteón de piedra fue trasladado al Museo Diocesano y los restos mortales de Jaime II regresaron a la capilla de la Trinidad dentro de un simple ataúd de madera, esperando un sarcófago nuevo. En 1905, fue el mismo obispo Joan Campins, quien consiguió que los restos mortales de Jaime III –que desde mediados del siglo XIV descansaban, por orden de Pedro el Ceremonioso, en Valencia– fuesen trasladados a la catedral mallorquina, cumpliéndose así un viejo anhelo iniciado por el cronista José María Bover, en 1840. Con esto, ahora, la catedral demandaba dos panteones regios. Por eso Gaudí proyectó la decoración de la capilla de la Trinidad, articulada a partir de dos nuevos sarcófagos reales que habían de dignificar definitivamente los restos mortales de los monarcas. Pero por desgracia el proyecto no se llevó a cabo, quedando así pendiente. Fausto Morell y Guillem Forteza, en momentos diferentes, realizaron propuestas que tampoco pudieron llevarse a cabo. Finalmente, el arquitecto Gabriel Alomar supo ver la gran oportunidad que suponía el que el escultor Federico Marés, amigo suyo, estuviese rehaciendo los maltrechos sepulcros de los reyes de Aragón en Poblet. Consiguió que Marés realizase dos sepulcros dignos de reyes. En 1946, se colocaban en la capilla de la Trinidad. En el mes de mayo de ese mismo año, con gran solemnidad, se trasladaron allí los restos mortales de Jaime II y Jaime III, tal como se conservan hoy en día.

Alomar, no contento con realizar esta hazaña, se las ingenió para que Federico Marés realizase también el sarcófago del rey Sancho I de Mallorca, costeado por suscripción popular (el sepulcro costó 80.000 pesetas). Sancho I había fallecido en 1325 en Santa María de Formiguera y había sido enterrado en la iglesia de Sant Joan el Vell. Una amplia delegación mallorquina, Tamborers de la Sala incluidos, se desplazaron a Perpiñán para hacer la entrega del sepulcro. Y uno no puede dejar de preguntarse ¿No hubiese sido más fácil traer los restos mortales del rey Sancho a la capilla de la Trinidad para que descansasen juntos padre, hijo y nieto? Quizás algún se pueda ver.