Lo sé por la prensa: en Turquía han aumentado los asesinatos de mujeres en los últimos 12 años de gobierno de AKP un 1.400 por ciento, sí 1.400, no hay ni un cero de más en la cifra; en Méjico, 540.000 mujeres al año denuncian delitos sexuales y casi la mitad son menores de 15 años; en Colombia matan cada día a 4 mujeres; en Francia, se estima que cada año 223.000 mujeres son víctimas de violencia conyugal en sus formas más graves y en Dubái, una turista británica ha sido acusada de relaciones ilícitas tras denunciar una violación.

También sé por la prensa que el actual presidente electo de Estados Unidos aseguró que uno de los momentos del cine que más le emociona es cuando en Pulp Fiction uno de los personajes obliga a otro a callar a su mujer a punta de pistola.

Leo estas noticias y me embarga un dolor raso de impotencia que no se aplaca ni con manifestaciones ni con firmas ni con artículos ni con proclamas. Participo en acciones que visibilizan la violencia contra las mujeres, coopero, concurro, divulgo y comparto pero, muchas veces, me he sentido previamente vencida por la pequeñez de mis gestos y la magnitud de la lacra que recogen las noticias.

Entorno a la celebración del Día Internacional contra la Violencia de Género, concedo la necesidad de manifestarnos por las mujeres muertas pero, sobre todo, me pregunto por las mujeres muertas en vida, esas mujeres que, cada día, en la presunta seguridad de su hogar, en su entorno familiar y laboral, sufren pequeñas muertes: del ánimo, de la voluntad, de la dignidad.

Me pregunto también por esas supervivientes que somos todas de las miserias machistas cotidianas y resuelvo que es en las pequeñas prácticas individuales de cada día donde reside el germen del cambio. Es en la panadería, en el bar de la esquina, en los chats de wsp del colegio, en Facebook y en Instagram donde nuestra aportación particular, la de hombres y mujeres, en su pequeñísima expresión, adquiere una dimensión de auténtica talla: dejemos de reír y compartir los chistes y las bromas machistas, dejemos de cerrar los ojos a los comentarios discriminatorios, a las burlas sobre el aspecto físico, a las ironías y sarcasmos acerca del lugar que las mujeres ocupan en la oficina, a las mofas sobre el corte de pelo o la vestimenta de compañeras y desconocidas pero, sobre todo, dejemos de guardar silencio. Digamos: eso que dices no me gusta y no lo comparto. No callemos ni por cortesía, ni por vergüenza, ni por temor porque es en nuestras acciones del día a día donde damos la medida de nuestra talla humana y nuestro compromiso con un mundo mejor para mujeres y hombres.

* Periodista