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Norberto Alcover

Esos médicos admirables

Desde niño, escuché a mi padre decir que los médicos eran muy parecidos a los sacerdotes: esta profesión, me decía, exige una entrega absoluta a quienes necesitan de ellos, sin que puedan oponer horarios, dificultades y tampoco vida privada, porque de su actitud depende la vida o la muerte de una persona. Me lo repitió un montón de veces, puede que en virtud de tantos médicos como tenía entre sus amigos. Muchos de ellos dedicados a la medicina familiar y generalista, una tipología médica llamada a desaparecer en la actualidad, tras la invasión de especialidades en cadena. Pero el hecho es que siempre he mantenido un respeto enorme por los "guardianes del cuerpo", que tantas veces también son los "guardianes del alma". Los sacerdotes haríamos muy bien en contar con dos o tres médicos como complementarios en nuestra tarea, puesto que las personas somos una sola cosa, si bien con dimensiones diferentes pero complementarias. Por mi parte, siempre lo he hecho y el resultado ha sido excelente. Puro sentido común. Siempre es pésimo trocear lo que está unido.

Pues bien, en las pantallas palmesanas, por lo menos en el momento en que escribo estas líneas, podemos visionar un film titulado Un doctor en la campiña, dirigida por el también médico Thomas Lilti, su primer largometraje después de Hipócrates (2013). Si ahora aborda las peripecias de un médico rural, entonces se concentró en la vida hospitalaria de estos profesionales. Siempre con la intención de poner en excelente evidencia las dificultades, pero también éxitos, de unos personajes actualmente venerados pero también censurados en virtud tantas veces de sus limitaciones impuestas por el sistema general tanto oficial como privado. Tal vez el guión del film este falto de cierta profundización de las cuestiones abordadas, pero uno piensa que se trata de una estrategia pretendida para dejar al desnudo unos valores elementales y cotidianos, que son los que acaban mandando en esta profesión que es, en realidad, una vocación de por vida.

Estamos ante una vida, la del doctor rural Jean-Pierre, que, enfermo de cáncer, recibe la ayuda inesperada de una joven doctora, interpretada por la exquisita Marianne Denicourt. En una zona rural francesa, con vecinos sencillos, lejos del complejo París y ciudades semejantes. Hay, pues, varias vetas narrativas y por lo tanto temáticas a lo largo de esta película tan sencilla como entrañable. Todas, sin embargo, coincidentes en lo mismo: el médico trabaja en beneficio del paciente con una dedicación permanente, más allá de la remuneración y de la propia satisfacción. Frente a él, los pacientes nunca son clientes. Detalle absolutamente relevante.

Esta historia base del médico y sus pacientes en la ruralía, nos lleva de la mano a otra segunda historia que, a medida que los días avanzan se hace más frecuente e inquietante: es mejor que cualquier enfermo prácticamente terminal muera en su casa, en su cama, rodeado de los suyos, es decir, conectado a su vida de siempre, sin olvidar vecinos y amistades. No se trata de raptarlo, como sucede en este film concreto, pero se nos abre una interrogación muy seria que entronca con un valor médico que implica discernimiento, cariño y valentía, la humanidad profesional, poner los deseos del enfermo por encima de la conveniencia estrictamente técnica del caso. Y uno, ante la acción fílmica contemplada, comprende que la ética médica se hace imposible sin una correspondiente psicología humanista, que enlaza con la urgencia de escuchar la interioridad de los pacientes, esa que, en tantas ocasiones, solamente percibe el mismo médico. El conflicto entre el maduro doctor y la más joven doctora en un caso concreto, icónica de manera perfecta la doble actitud frente a este drama moral. Y uno llega a comprender a ambos? aunque uno tenga más razón que la otra. Un médico no es una máquina. Insistimos en que necesita capacidad de discernimiento. Muchísima.

Pero hay algo más que me gustaría recuperar: la confrontación de Jean-Pierre con dos realidades límites: el amor y la muerte. Nuestro hombre está enfermo de cáncer y se rebela contra la necesidad de abandonar un trabajo que le agota peligrosamente, hasta el punto de que rechaza la colaboración de la joven doctora que le asignan como ayudante. El "guardián del cuerpo" no es capaz de custodiar el suyo, y mucho menos de soportar la solidaridad de una compañera de profesión que, sin decirlo abiertamente, le invita a una respetuosa relación sentimental, a la que él corresponde con un silencio doliente. Quien salva vidas no es capaz de preocuparse de la suya, porque no acepta la derrota médica en su propia carne, y todavía más, distancia el amor de su compañera para no crearse lazos que perturbarían la praxis médica en su radicalidad. Este toma y daca entre ambos y del doctor con la misma muerte (un tanto solucionado de forma bastante "final feliz"), contiene unas dosis de humanidad valiosísima, porque pone sobre el tapete que estos hombres y mujeres actualmente venerados y denostados, nunca dejan de tenérselas que ver con pasiones, emociones, deseos, necesidades afectivas, y en muchas ocasiones, sencillamente la soledad. Como nosotros, los sacerdotes, sí vivimos el conflicto humano desde dentro, sin evitar ensuciarnos con el barro humano. El barro de la vida.

Agradecer a la clase médica en general todo lo que significa para la ciudadanía, es una obligación, más allá de tantísima insistencia en sus limitaciones y fragilidades. Pero personas como Jean-Pierre y su colaboradora nos salvan de la desesperación y alivian tanto dolor. Un doctor en la campiña, en fin, es una llamada pedagógica a la esperanza.

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