Ni los poderes celestiales lo lograrán: España jamás tendrá su 14 de julio, día en el que los franceses se reconocen a sí mismos como tales, ni tampoco está en disposición de aspirar al 7 de julio, cuando los estadounidenses dan fe de su condición celebrando el día de la independencia. El 12 de octubre está contaminado: ¿quién tuvo la desgraciada ocurrencia de pensar que se podía transmutar el día de la raza o de la hispanidad, infectado para siempre por el franquismo, en la fiesta nacional de España? En Madrid cada 12 de octubre es más vetusto, el recordatorio de lo que debería haberse diluido en las brumas del tiempo. Cuando en París el presidente de la República preside el desfile en los Campos Elíseos todos saben lo que se ensalza: la toma de la Bastilla, el inicio de la Revolución, la que diseñó la Francia de hoy y otorgó a los europeos la carta de ciudadanía abandonando la de súbditos. El estallido de fuegos artificiales en las ciudades de Estados Unidos es una de las manifestaciones del siete de julio más sentidas que pueda haber en el mundo. Los norteamericanos declaran orgullosos que son una nación. En España el 12 de octubre divide, por mucho que manifestarlo soliviante a quienes siempre han considerado que otorgar credenciales de españolidad les pertenece en exclusiva. La imposible fiesta nacional es un fracaso demoledor para los que creemos que España existe, pero para nada como la imaginan los que han convertido el 12 de octubre en lo que sencillamente no puede ser, porque el sentimiento de España lamentablemente no es compartido; sí lo es el de Francia y el de Estados Unidos. Los nuestro es otra cosa, singularmente complicada, qué se le va a hacer. Para empezar aquí no hay acuerdo ni sobre la bandera. La vigente, impuesta en la Constitución de 1978 por inexcusable imperativo militar, nunca ha sido aceptada por los que siguen considerando que la tricolor republicana es la suya.

Al no haberse podido dilucidar la cuestión entre monarquía y república, la denominada enseña nacional, también manoseada hasta la náusea por la dictadura franquista, tiene unas adherencias que la hacen inaceptable para los republicanos y para los nacionalistas llamados periféricos, mayoritarios, muy mayoritarios, en Cataluña y País Vasco. Una pregunta para nacionalistas españoles poco razonables: ¿qué pasaría a ser España sin Cataluña y País Vasco? En Cataluña el 12 de octubre sirve para establecer una penosísima comparación con el 11 de septiembre. Solo un dato: poco más de 30.000 manifestantes el pasado domingo contra un millón en septiembre. Si se argumenta que todo el aparato de la Generalitat y la televisión pública catalana se volcaron para conseguir el objetivo, que lo hicieron, habrá que convenir que el aparato del Estado, infinitamente más poderoso, y la televisión estatal, han fracasado rotundamente al intentar dar la réplica. A la contra no se construye una idea de nación compartida.

Otra de las ocurrencias del 12 de octubre: al rendirse homenaje a "todos los caídos por España" (por qué no se dice "los muertos" dado que lo de los caídos "por Dios y por España" sigue reverberando en demasía) se canta La muerte no es el final, cuya letra alude a que el ser supremo devuelve a la vida a quienes aquí la han perdido. La escribió un sacerdote vasco. Las sotanas siempre se hacen presentes en la vida pública oficial española. Es otra de las maldiciones que estamos condenados a arrastrar. La muerte no es un final para los que viven la fe en un más allá, pero a tal percepción, personal e intransferible, no puede dársele marchamo de himno común, porque entonces se está en lo de siempre: se deja fuera a los que no creen y se incomoda a quienes consideran que la creencia personal no se ha de entrometer en las conmemoraciones de Estado. Pero no, la oración fúnebre de un sacerdote católico convertida en himno de despedida a los muertos por parte de las fuerzas armadas e incorporada a la fiesta nacional. Con ese bagaje a qué extrañarse de que a no pocos españoles el 12 de octubre no les diga nada, les importe un bledo o, todavía peor, les provoque una nada disimulada animadversión.

José Bono, el que fuera ministro de Defensa socialista, al que gustaba españolear al castizo y ajado modo, decidió que en uno de los 12 de octubre que le correspondió organizar, se hermanaran los excombatientes del derrotado ejército de la República con los de la División Azul, los que, con uniforme de la Alemania de Hitler, combatieron junto a los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Además del imposible hermanamiento, porque cómo hacerlo entre quienes defendían la legalidad constitucional de 1931, quebrada por el golpe de Estado militar, y los que voluntariamente se unieron a la peor monstruosidad que ha engendrado Europa en su historia, la ocurrencia dejó claro que el 12 de octubre no podía ser la fiesta española que se anhela. También lo evidenció otro ministro de Defensa, para siempre unido a la peor tragedia de la aviación militar española: el popular Federico Trillo coligió que instalando una bandera de descomunal tamaño en el centro de Madrid realzaba adecuadamente la identidad nacional. No se tiene constancia, salvo, tal vez, en Corea del Norte, de que se haya izado otra bandera de similar envergadura.

La nuestra, qué se le va a hacer, es una fiesta nacional desmadejada desde su inicio, fuera de lugar y carente del sello requerido para que se convierta en una genuina fiesta nacional. Probablemente no hay ninguna fecha en el calendario que sirva para tal fin. No sé si valdría la del 19 de marzo, día en el que se aprobó la Constitución de 1812, primer y abortado intento de modernidad. Ocurre que España es un país mal hecho y peor cosido, donde todavía no ha sido posible establecer el sistema adecuado para que el nacionalismo catalán y vasco, con un discurso tan hueco e históricamente falso como el que destila el 12 de octubre, aunque de indudable éxito electoral en ambos territorios, al menos por una generación no enarbolen la otra bandera, la del independentismo, demasiadas veces sobrevenido por causas ajenas al mismo. Artur Mas lo ha hecho otra vez, al verse achicharrado por las políticas que ha aplicado en el Principado. Después de desmadejar a la sociedad catalana ha visto en el independentismo la oportunidad no de redimirse, pero sí de sobrevivir. El resultado es el insólito desbarajuste al que estamos asistiendo. El domingo el nuevo rey Felipe VI contempló los aviones de combate sobre el cielo de Madrid. Eso fue todo. El 12 de octubre no da para más.