La lectura del auto del juez Castro sobre el caso Urdangarin, o incluso de los simples extractos periodísticos que lo resumen, conduce irremediablemente a la conclusión de que todo este episodio de saqueo manifiesto de las arcas públicas en diversas instituciones pivota en torno de la posición privilegiada de su principal urdidor, Iñaki Urdangarin, quien explota su matrimonio con la hija del Rey para abrir puertas a su ambición, a veces con la ayuda impagable, consciente o inconsciente, del propio monarca. Además, la infanta, una mujer culta y con su propia e intensa vida laboral, fue testigo privilegiado del escándalo, se benefició del producto de aquellas operaciones „¿de dónde, si no, salió el dinero para comprar la lujosa mansión de Pedralbes?„ y manejó a su antojo los fondos obtenidos mediante un vulgar tráfico de influencias. En otras palabras, la ciudadanía, la que contempla con expresión perpleja la sucesión de escándalos dinerarios que nos embarga, considera que la infanta Cristina es parte indisociable de la trama que explotó indecentemente su cercanía al Rey para enriquecerse.

Así las cosas, a nadie le puede sorprender que el juez instructor, un honrado funcionario público que ha consumido cuatro años en la confección del sumario resistiendo toda clase de presiones con gran dignidad, haya llegado al término de sus investigaciones a la imputación de 16 personas, entre ellas la infanta Cristina y su consorte, Iñaki Urdangarin, así como el socio de éste, Diego Torres, y su esposa, junto a las autoridades de diversas instituciones que facilitaron a los anteriores el botín de unos seis millones de euros por unos trabajos que no valían ni la tercera parte.

La acusación que el auto formula concretamente contra la Infanta „dos delitos fiscales y uno de blanqueo„ está relacionada con la sociedad Aizoon, propiedad de los duques de Palma al 50%, en la que se ingresaron importantes cantidades procedentes de las entidades "sin ánimo de lucro" con las que se efectuaban los negocios de la pareja Torres-Urdangarin. La Infanta invirtió tales recursos en atenciones particulares, y de ahí el juez extrajo su principal responsabilidad, sin que Hacienda ni el fiscal ni el abogado del Estado le formulen reclamación alguna. Por esta razón, podría librarse de ir al banquillo por fraude fiscal en virtud de la doctrina Botín (no cabe la imputación si no hay reclamación de los perjudicados), pero no por el referido delito de blanqueo, en el que la figura del perjudicado es más imprecisa y cabría entonces aplicar la doctrina Atutxa, según la cual basta para la imputación una acusación, que en este caso es ejercida por Manos Limpias.

Obviamente, la imputación no es aún, ni de lejos, una condena. Pero parece de justicia que la Infanta, omnipresente en el caso, haya de participar como "sospechosa" en la vista oral que debe servir para esclarecer públicamente el caso y atribuir la culpabilidad o la inocencia a los imputados. Por eso se entiende mal que el ministerio fiscal se haya erigido en este caso en defensor a ultranza de la inocencia de la Infanta. Ya se sabe que al fiscal le corresponde defender la legalidad, pero será muy difícil que la ciudadanía entienda esta actitud.

Significativamente, la abdicación de don Juan Carlos y la llegada de Felipe VI, quien en todo momento ha explicitado su repulsa contra lo que es y representa este escándalo, han restado carga política a un proceso que sólo entronca con el pasado de la monarquía pero que es ajeno, y con beligerancia, a quienes hoy personifican la institución en esta nueva etapa.