Cuenta el poeta Zbigniew Herbert, que Sigmund Freud y su hermano menor acostumbraban a pasar unas semanas de verano en la costa italiana. Todos los años compartían aquellos días de vacaciones como las habían compartido durante los días de su infancia. Pero hubo un año que se instalaron en Trieste con el objeto de viajar hasta Corfú y vivir en la isla una semana. Allí, un amigo triestino les recomendó olvidarse de Corfú „"en esta época hace demasiado calor en las islas", les dijo„ aconsejándoles llegar a Atenas por mar.

Cuenta Herbert que el aviso puso a los hermanos Freud de malhumor, contrariados por las noticias de Corfú y su calor insoportable. Y también por considerar que el viaje hasta Atenas encerraba tantas dificultades como una pequeña odisea. Era tiempo de vacaciones y no tenían por qué sufrir penurias, aunque no sé yo qué penurias creían que iban a sufrir en un viaje de tres días por el Mediterráneo, tan calmo en estas fechas. Pese a todo, cuando Lloyd´s abre a la mañana siguiente su gran oficina de Trieste, los hermanos Freud compran dos pasajes en una de sus ventanillas. Dos billetes hacia Atenas. Y se embarcan.

Horas después de su llegada a Atenas, visitan la Acrópolis y Freud exclama entre sus columnas: "¡Así que todo esto existe tal como lo aprendimos en el colegio!". Efectivamente: como aprendimos en el colegio. Pero la pregunta es ésta: ¿el aprendizaje colegial ha hecho que nos olvidáramos de Grecia como de una de esas asignaturas que, una vez aprobadas, creemos que no han de volver a servirnos nunca? Hablo de Europa ahora; hablo del espíritu alemán que la impregna. Y ese espíritu alemán nos devuelve a Goethe, quien en su descubrimiento del Sur, viaja a Italia, no a Grecia. Viaja a Italia como hacían los hermanos Freud „austríacos„ en verano hasta que en 1904 el consejo de un amigo triestino les hizo desviarse a Atenas. Pero no es sólo Goethe o Alemania; también Chateaubriand „o sea, Francia„ viaja a Italia antes que a Grecia. No sé cuándo quedó aparcada en el desván europeo la voluntad de renovar el mito de Grecia, pero sospecho que ésta es una de las causas de que llevemos toda la crisis oyendo hablar de una barbaridad cultural como es una Europa sin Grecia. Es decir, una Europa sin su madre, aunque esa madre haya resultado en los últimos tiempos dilapidadora y casquivana.

Pero existe una excepción que procede de Byron: Inglaterra. El espíritu de Weimar y la vieja Francia encontraron espejo y acomodo en Roma. Byron, en cambio, muere en Missolonghi combatiendo junto a los griegos. La muerte de Byron „y sospecho que también la educación Oxbridge„ une el destino de Inglaterra con el destino de Grecia y lo hace hasta la crisis de Chipre, cuando el gobierno británico deja de entender a los griegos „a quienes tanto había ayudado a soportar y combatir la terrible ocupación alemana durante la II Guerra Mundial„ y se comporta como lord Elgin en El Partenón. (Algo parecido a lo que ha estado pasando respecto a la idea de una Europa unida, torpedeada una y otra vez por los británicos desde dentro).

Volvamos a Byron. En cierto modo es el espíritu de Byron el que hace que a lo largo del tiempo los ingleses sigan viajando a Grecia „y tantos se instalen allí durante años„. Entre mis favoritos pienso en los hermanos Durrell, o en Bruce Chatwin que quiso ser enterrado bajo un olivo griego, junto a una pequeña capilla del Peloponeso. Pienso en Cyril Connolly y en Maurice Bowra, en Nancy Mitford y en John Betjeman. Y pienso en Paddy Leigh Fermor „autor de Mani y de Roumeli, sus dos cartas de amor a Grecia; la tercera es la casa que construyó y donde vivió con su mujer, Joan, en Kardamyli, hasta semanas antes de morir„.

Sobre Leigh Fermor estuve leyendo estos días bajo el canto de las cigarras, la espléndida biografía escrita por Artemis Cooper (nieta de Duff y Diane Cooper y mujer del historiador Anthony Beevor), publicada por Anik Lapointe en RBA. (Fue Lapointe, cuando trabajaba en la editorial Península a mediados de los 90, quien trajo a España los libros que dieron la fama a Leigh Fermor: El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua). Y he leído también Drink Time!, un delicioso librito de Dolores Payás, su traductora al castellano, que ha publicado Jaume Vallcorba en Acantilado y que nos acerca al Paddy más íntimo y cercano a la muerte, aunque no por ello menos feliz, dicharachero y apasionadamente entretenido. Todos aquellos viajeros mencionados más arriba „y muchos más„ aparecen aquí o allá en la vida de Fermor como una gran familia donde algunos nos formamos intelectualmente „digo bien: formamos„ en nuestra juventud. Sin esos británicos que amaron Grecia „entre otras cosas porque amaban el Mediterráneo y consideraban Grecia como su quintaesencia„, tampoco nuestra mejor parte habría sido como es. Ni creeríamos que de llegar el día que Europa abandone a Grecia, será la señal de que Europa ya ha saltado por los aires. De momento se sostiene a base de andamios y puntales. Pero quien no haya comido sus albóndigas especiadas y secas, sus berberechos a la cazuela, o sus raolas de bacalao con berenjenas, no sabe lo que es el origen del mundo culto. La otra noche, por ejemplo, lo hicimos „cenar de esos platos„ seis amigos de hace décadas, cuya amistad no se ha visto mermada por el tiempo. Algo tan meritorio como las ruinas de los griegos, que también fueron, por cierto, quienes inventaron la amistad. Una de nosotros acababa de llegar del Peloponeso y por las venas del anfitrión, nuestro amigo, corre sangre griega. Recordamos a Fermor y celebramos la vida en común, entre aromas, gustos y ecos de Zante. De Zachintos, quiero decir, al margen de las tonterías del mundo. No sé si fuimos felices, pero sí nos pareció que, juntos, lo éramos.