El Tratado de la Unión de 1992, firmado en Maastricht, fue el arranque de la Europa actual y muy especialmente de la Eurozona. Si Europa se había empezado a construir sobre la convicción de que la integración económica daría paso a la integración política, aquel hito que se rubricó mientras España conmemoraba el V Centenario del Descubrimiento de América era en realidad la primera piedra de aquella segunda fase, la que había de avanzar en una dirección claramente federalizante, aunque este concepto era repudiado sin ambages por algunos países (el Reino Unido, que de nuevo hoy rechaza la integración política) y manejado con excesiva cautela por los demás.

Ya sabemos que el dibujo de Maastricht, que perfilaba en el horizonte la moneda única que entraría realmente en vigor ya en el siglo siguiente, quedó manifiestamente corto puesto que los padres fundadores no vieron que no sería sostenible una divisa común sin una política económica común, aún inexistente, contrapunto de un Banco Central Europeo que hoy por hoy es una especie de estrambote de un soneto irreal. Hoy, pocos dudan de que la continuidad del euro no será posible si los países de la Zona Euro no avanzan con claridad hacia un modelo federal, que en palabras del ministro alemán Shäuble, alter ego de Merkel, debería constar al menos de un presidente de la Comisión elegido por sufragio universal, un ministro de Economía con jurisdicción sobre el Eurogrupo, una armonización fiscal y una unión bancaria.

Pero estamos asistiendo a una gran paradoja: al mismo tiempo que avanza la idea de una unión política, que resolvería „entre otras cosas„ la crisis de la deuda soberana (la mutualización de la deuda desincentivaría la especulación), se debilita la unión económica por la presión de los países ricos de la periferia, con el consentimiento reprobable de Alemania. Desde ayer, los jefes de Estado y de Gobierno de los 27 están peleando por los presupuestos comunitarios del período 2014-2020, y en tanto El Reino Unido, Finlandia, Suecia y Alemania presionan a la baja, con el apoyo del inane Van Rompuy, con el fin de producir una rebaja de 80.000 millones de euros, los países más europeístas, con Francia y España a la cabeza, apuestan por todo lo contrario, con el apoyo del presidente de la Comisión, Barroso, quien en un alegato magnífico en el Parlamento europeo preguntaba el miércoles cómo se puede explicar a los ciudadanos que siempre haya dinero para los bancos cuando lo necesitan pero no para cubrir las necesidades de la gente. Porque el presupuesto europeo, que es la vigésima parte en proporción del presupuesto federal norteamericano, podría ser un instrumento para promover el crecimiento, en un momento en que toda Europa está en recesión.

Si sale adelante la pretensión de austeridad de los ricos de Europa, guiados por Londres „que haría bien, quizá, en salirse de un club que ya le ha aguantado demasiadas impertinencias„, España, convertida en donante neto, perderá 20.000 millones de euros. Es de imaginar que Rajoy peleará con uñas y dientes por sacar adelante un presupuesto más holgado, que permita al menos mantener el gasto de procedencia comunitaria y, si es posible, que incluya algunas medidas expansivas que alivien el sufrimiento de nuestras sociedades, afectadas por un paro insoportable. De otro modo, tendremos que hablar sin paliativos de fracaso de Europa.