Hace muchos años, en París, yo trabajaba en una compañía de seguros para turistas. Un día de septiembre me tocó hacer el último turno, el de la noche. En nuestro departamento de España y Portugal estaba de guardia otro compañero, que se llamaba Gilles Martínez y era nieto de exiliados. Aquella noche ninguno de los dos teníamos nada que hacer. No sonaban los teléfonos, no había papeles que archivar ni informes que redactar. En el resto del edificio tampoco se oían teléfonos ni máquinas de escribir. Todo estaba en calma. Y no sé cómo, para combatir el aburrimiento, Gilles y yo nos pusimos a hablar de Tintín. Hablamos del castillo de Moulinsart, y nos preguntamos en qué dirección estaría si el castillo estuviese cerca de París. Luego hablamos del péndulo del profesor Tornasol y de la llama andina que había escupido al capitán Haddock en "El templo del sol". Y hablamos del carguero "Sirius" y del whisky Loch Lomond que bebía –o mejor dicho, engullía- el capitán Haddock, a pesar de que era presidente de la Liga de Marinos Antialcohólicos. En un momento dado, Gilles me preguntó si sabía distinguir a los gemelos Hernández y Fernández. Ahí me pilló. Cuando le dije que no, me explicó la diferencia: el bigote de Hernández no tenía puntas, mientras que el de Fernández acababa en unas guías afiladas, más o menos como las de Dalí.

En aquel momento alcé la vista y vi que varios compañeros de trabajo se habían venido a escuchar nuestra conversación. Allí, en el pasillo, estaba el holandés alto y misterioso que hablaba turco y se ocupaba de la oficina de Asia Menor. Allí estaba el griego que siempre llegaba tarde porque se peleaba con su novia. Y allí estaba la argelina de pelo rizado y piel muy oscura que se encargaba del Norte de África. No sé si conocían a Tintín, pero aquella noche se habían levantado de su asiento y habían ido a nuestra oficina a escuchar lo que decíamos. Todos éramos adultos, o al menos intentábamos parecerlo, pero en cinco minutos habíamos retrocedido veinte o treinta años, hasta regresar a la época en que nos dejábamos fascinar por los álbumes de Tintín.

Gracias a la película de Spielberg, parece que Tintín se ha vuelto a poner de moda. Veo sus álbumes en los escaparates de los grandes almacenes y oigo mencionar su nombre en informativos y en debates. Pero me pregunto si Tintín ha dejado alguna vez de estar de moda. Para mi generación, desde luego, nunca dejó de estarlo, como lo prueba el hecho que acabo de contar. En cambio, no sé si la misma fascinación alcanza a los niños que nacieron en la primera década del nuevo milenio. Ahora he vuelto a leer algunos álbumes de Tintín, y lo que más me ha sorprendido es que el mundo de Tintín, por muchas persecuciones que cuente y por muchos coches y aviones que salgan en sus historias, es un mundo que siempre va despacio. El lector nunca tiene la sensación de perder el resuello, sino de mecerse tranquilo, en un lento vaivén, como si estuviera en la cubierta de un trasatlántico.

Y eso es lo normal. Tintín tiene un ritmo pausado porque ése era el ritmo que tenía la vida cuando Hergé componía sus historias. Sus teléfonos tardaban horas en comunicar con una ciudad de provincias, y los mensajes urgentes se mandaban por los hilos del telégrafo, y el otro extremo del mundo era realmente el otro extremo del mundo, porque no existían los vuelos "low cost" y uno tardaba cuatro o cinco días en atravesar Europa en tren, y dos semanas en llegar a América en barco. Por eso desconfío mucho del Tintín de Spielberg, ya que por los avances que he visto –con una espectacular tormenta marina que nunca salía en el original de Hergé-, parece que Spielberg intenta acelerar ese mundo parsimonioso de Tintín para adaptarlo al frenético ritmo actual (o mejor dicho, a lo que Spielberg entiende por frenético ritmo actual). Y eso es un error. Si uno quiere vivir las aventuras de Tintín, tiene que dejarse llevar por su propio ritmo premioso, sin intentar adaptarlo a la velocidad mental de un niño del siglo XXI acostumbrado a los chats de las blackberries. El mayor encanto de Tintín, su verdadero secreto, es esa lentitud, una lentitud que está plagada de sorpresas y de acontecimientos que surgen donde menos se lo espera uno. Y ahora que caigo, ésa era la lentitud que reinaba en aquella oficina de la rue Chaptal, en París, en una lejana noche de septiembre, mientras dos oficinistas aburridos intentaban pasar el tiempo.