Pasó por Friburgo y anunció sus cuatro verdades. Tras el suntuoso despliegue de su paso por Madrid, ahora Benedicto XVI aboga por la austeridad, por una suerte de ascetismo que facilite la unión mística. Así pues, nada de riquezas, pues éstas son obstáculos y distracciones para el verdadero creyente. Dijo también que muchos agnósticos están más cerca de Dios que muchos fieles. Ahí queda eso. El que crean a todas horas en uno debe de ser muy cansado y molesto, además de causar algo de miedo. Por tanto, el agnóstico, desde su duda y su distancia, disfruta de una visión panorámica de lo divino, de la que carece el fervoroso creyente, siempre demasiado cerca de la divinidad. No niega, pero tampoco afirma. El asunto queda en suspenso. Como, por otra parte, todos los asuntos dignos de interés.

Llamar a la Iglesia para que ésta se despoje de sus bienes terrenales es apostar, sin duda, muy pero que muy fuerte y, de algún modo, está dando la razón a la iglesia pobre, a la que da el callo en los lugares más duros y peligrosos, allí donde hace más falta un par de manos. Así pues, lo que Ratzinger está predicando es la tela de saco en lugar de la seda, el oropel y la pompa. Vuelve San Juan de la Cruz. Lo que ocurre es que choca la estética papal con el mensaje. Está hablando de servicio al prójimo y menos de poder sobre el prójimo. En el fondo, el Papa agradece las expropiaciones y la supresión de los privilegios, pues éstas supusieron una liberación de la Iglesia en relación con lo mundano. La pobreza como verdad, nos viene a decir Ratzinger. Y, en verdad, Benedicto XVI no hace más que recuperar en parte el discurso que despliegan o desplegaban los teólogos de la Liberación. En parte. Ni más ni menos. Que, desde su trono papal, predique la austeridad mesetaria o esteparia que practicaba el místico Juan de Yepes no debería, en principio, restar validez al discurso. O lo que es lo mismo: quédense con el mensaje y no con el mensajero. Pero uno no puede dejar de pensar: muy bien, entonces habría que empezar por uno mismo. Aunque uno no sabe si, en efecto, Ratzinger estaría dispuesto a arrojar el lastre que, según él, suponen sus riquezas y abrazar el cardo, la zarza y el esparto.

Da la sensación de que el pontífice está harto de la enrevesada política vaticana y de los ya clásicos embrollos de la iglesia con mayúscula, y aboga por una iglesia en minúscula que atienda las necesidades materiales y espirituales de la gente corriente. Se trata de una dialéctica entre verdad y poder. Ratzinger se ha decantado, en principio, por la primera. En principio. Ahora bien, es muy complicado el viaje de regreso, desde la riqueza a la pobreza. Y aquí la sabiduría tiene mucho que ver. O la edad. Y con ésta, en general, viene la conformidad y las ganas de practicar de una vez por todas las verdades esenciales, que los negocios propios de la edad madura suelen velar y entorpecer. Pero sigamos: este discurso repentinamente monacal puede también ser fruto del lujo. El lujo de quienes, desde su posición privilegiada, pueden permitirse el lujo –y valga la redundancia– de predicar sencillez sin miedo a perder sus ventajas. Cuántos reyes no habrán soñado con vivir como vagabundos, con esa libertad un tanto andrajosa de los que no tienen que rendir cuentas a nadie. Y sé que la comparación es algo exagerada. Pero por ahí van los tiros.

Luego, ya ante los jóvenes alemanes, Ratzinger dijo algo así como que el peor enemigo es, a menudo, el que forma parte de la comunidad de creyentes y no el ateo o agnóstico. Es decir, que un enemigo, como decía Nietzsche, tiene que estar a la altura de uno mismo, nunca en inferioridad. Jamás tiene que ser un mediocre. Esta llamada de Ratzinger a una iglesia despojada de sus riquezas y de su poder político no deja de sorprender. Como si Benedicto XVI tuviera añoranza de los monjes y de los ascetas, de los esforzados párrocos de los barrios más desasistidos y conflictivos, de los pucheros y de los ojos en blanco de Teresa de Jesús y de los poemas desnudos y esenciales de Juan de la Cruz. Así pues, la propuesta es rebajar los dispendios y el lujo, volver a las verdades claras y sencillas. Ahí te quiero ver.