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Asuntos internos

La cara oculta de la opulencia

Hace mucho tiempo que dejé de creer en las estadísticas, en la macroeconomía y en los discursos institucionales. Y es que pese a la insistencia del portavoz del Gobierno en que la economía ha despegado, que cada vez hay más empleo y que este es cada vez de más calidad, la cola de personas que veo cuando esperan para llenar el carro de comida en el convento de los Caputxins no decrece.

La situación es especialmente sangrante en una comunidad que se distingue por su opulencia. En muy pocos lugares del mundo hay tanta concentración de millonarios como en algunos puertos deportivos de las islas. Millones de turistas nos visitan cada año y dejan beneficios enormes, pero aun así, hay familias que necesitan de la caridad para poder dar de comer a sus hijos.

A principios del siglo XX, un joven escritor llamado Jack London se disfrazó de vagabundo para recorrer el East End londinense, en aquella época un gueto de miseria en el que vivían hacinados miles de personas, los desheredados de la revolución industrial. London apenas podía creer que el imperio británico, la primera potencia mundial, no ofreciera a sus ciudadanos más desafortunados una solución mejor que el plato de sopa aguada que les daban asociaciones de caridad como el Ejército de Salvación.

Ha pasado más de un siglo desde entonces, pero parece que no han cambiado tantas cosas. La sociedad de la opulencia, de las fiestas glamurosas y el derroche esconde una cara oculta. En ella permanecen cientos de familias que sobreviven sin empleo o con trabajos tan precarios que cualquier eventualidad, como una enfermedad o una factura imprevista, aboca a la indigencia.

Parece que son invisibles, no aparecen en las grandes cifras del Gobierno sobre el crecimiento dela economía y no se ven beneficiados por la creación de empleo ni por los récords de llegada de turistas. Pero sus dificultades son reales, aunque no lo reflejen las estadísticas oficiales.

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