Rafael Nadal ha adquirido la dimensión olímpica, porque sólo sorprende cuando pierde. De ahí que el mallorquín fuera noticia ayer, a falta de entender un planeta que programa la misma semana un Zapatero/Rajoy y un Nadal/Djokovic, la telebasura y el néctar divino. Sin embargo, esta historia arranca en la semifinal Nadal/Murray del viernes.

Aquel día, no hacía falta detenerse en el juego del escocés, bastaba con examinar su rostro desencajado. Había contemplado al diablo, porque Nadal desenfundaba golpes que ni siquiera figuraban en su repertorio. Murray comprendió que nunca le derrotaría. El mallorquín arruinó las celebraciones del matrimonio de Kate Middleton, cuyo colofón protocolario exigía la victoria en Wimbledon de un británico, aunque no fuera inglés.

La semifinal hizo favorito a Nadal, y la única incógnita era calibrar si Djokovic se hallaba más cerca de Murray o del mallorquín. En una final seria, serbia y soberbia, el advenedizo aplastó a los restantes integrantes del cuarteto que monopoliza el discurso del tenis mundial. Djokovic es a Nadal lo mismo que Nadal fue a Federer, el arribista que impide al rey disfrutar de su trono. El suizo gozó de una época encalmada, pero el campeón de Manacor se ve amenazado por un jugador al que sólo aventaja en un año.

Sampras fue la fijación inicial de Djokovic, un mago del karaoke que empezó copiando los tics escatológicos del mallorquín y ha acabado derrotándolo en la vida real. Este año, Nadal no consigue vencer a su consumado imitador. La leyenda de que Charles Chaplin no ganó un concurso de charlots culmina al comprobar que Djokovic es el mejor Nadal. Le ha secuestrado su tesoro, la fuerza mental. Desde Manacor, habrá que planear un segundo ataque a la cumbre.

La derrota en Wimbledon no altera el papel clave del perdedor, porque es Nadal quien consagra a Djokovic. El mallorquín sostiene sobre sus hombros el tinglado del tenis mundial, que recaería en la irrelevancia sin sus exigentes estándares. En un mismo domingo se quedó sin el torneo por excelencia del tenis mundial y sin el número uno de la ATP. La conciencia de la pérdida de antemano de esa supremacía, al margen del veredicto sobre la hierba, ejerció un indudable peso psicológico en el desarrollo de un partido donde Nadal bordeó la abulia. No necesita disculparse, sólo volver a ganar.

Una final de Wimbledon concentra tantas emociones como una vida entera o eterna. El punto de fractura fue el smash fallado por Nadal en el primer juego del segundo set, al borde de romper el servicio serbio. El desplome sobrevino en el primer juego de la cuarta manga, perdido por el mallorquín tras librar puntos excepcionales. Allí captó el sarcasmo de Djokovic, que le había concedido un set de gracia.

Nadal rima con brutal, pero ayer se quedó siempre corto. Admitamos que durante el torneo se había pasado dos horas más sobre la hierba que Djokovic, casi una eliminatoria adicional. Sin embargo, el serbio sólo ha perdido un encuentro este año, por ocho del mallorquín. Cinco de ellos ante el propio Djokovic, con el agravante de que el nuevo número uno le remontó en dos ocasiones un set inicial de ventaja.

Si Nadal hubiera ganado Wimbledon, nos remontaríamos al eslogan "Garbo ríe" que marcó las primeras sonrisas de Greta Garbo en Ninotchka, para titular "Nadal sube". Por primera vez había entablado amistad con la red. Cayó ante un jugador que le supera en alergia a la volea, y que es la baza de Serbia para contrarrestar la pésima imagen de Ratko Mladic. En paralelo, un solo semidiós como Nadal podría salvar a Grecia, ya que en España se minusvaloran sus cinco finales de Wimbledon.

Nadal se toma una pausa sin haber llegado a adulto. Ha leído recientemente El niño del pijama a rayas, por lo que adquiere una resonancia especial la suplantación de personalidad que acaba de sufrir. El mallorquín desprecia a Djokovic, hubiera preferido mil veces una caída ante su admirado Federer. Es el argumento de Eva al desnudo, mil veces repetido. La adoración mortífera del número dos.