Me decía ayer Vicente Engonga, que ha hecho unos interesantísimos primeros pinitos periodísticos como comentarista del Mundial, que a él le tocó sufrir los últimos estertores de aquella selección en la que imperaba y de la que se exigía sobre todo furia. Le habría gustado vivir la del toque, en el otro extremo de una evolución que partió de la revolución de Luis Aragonés y ha desembocado en la Copa del Mundo que durante ochenta años se nos negó.

Antes de sentarse en el banquillo de la Roja, del que tuvo que desalojar a intocables como Raúl, el sabio de Hortaleza solía afirmar que España carecía de personalidad, que todo profesional e incluso aficionado sabía de memoria cómo jugaban Italia, Brasil o Argentina, pero no había carácter a través del que identificar a la selección española. De ahí que su primer y exitoso trabajo consistiera en dotar a este equipo de un estilo propio que, con mejor o peor criterio, es reconocido en todo el orbe futbolístico.

Pero también es probable que tanto sacrificio no hubiera terminado en éxito de no mediar el grupo humano que se ha conformado. El abrazo de Casillas y Puyol, Madrid y Barça, sobre el césped del Soccer City es una imagen imborrable digna de ser recordada a los descerebrados que tiñen sus confrontaciones con cabezas de cochino o insultos xenófobos o separatistas. El gesto de Iniesta en recuerdo de su amigo Jarque, símbolo del Espanyol, debería proyectarse ante los lanzadores de bengalas como terapia al estilo de la aplicada al protagonista de La Naranja Mecánica, que ya no es Holanda, sino la película profética de Stanley Kubrick. Y el beso de Casillas a Sara Carbonero es la máxima expresión de humanidad como muestra de que los futbolistas son personas como las demás, con sus virtudes, defectos y debilidades.