Cuando me abrió la puerta de su vivienda en Notting Hill, el doctor vestía traje y corbata. Era un hombre alto y elegante. Me impresionó su presencia. Siempre que estoy con gente muy alta me siento aun más pequeña. Entré cojeando y con los ánimos por el suelo; mi sueño de convertirme en bailarina y actriz se desvanecía por segundos.

Llegar hasta aquella consulta me había supuesto un esfuerzo titánico. Londres es una ciudad vibrante y llena de contrastes pero, sin duda, no es la mejor ciudad para estar lesionada. Las distancias son largas, kilométricas. No hay más que ver las escaleras eléctricas del metro. En el Tube londinense, las entrañas de la ciudad, una siente que se pasa el día subiendo y bajando montañas. Si estás en plena forma, no pasa nada, pero si estás lesionada, la urbe se torna espinosa, inhóspita e inabarcable. Aquella lesión ponía a prueba mi fortaleza, y por primera vez me confrontaba con mis limitaciones.

Hay tópicos que todos repetimos frívolamente, como eso de “¡Qué poca cosa somos!” o aquello de “polvo somos y polvo seremos”, pero la fragilidad del cuerpo se hace verdaderamente tangible cuando uno la siente en su propia carne, entonces, de golpe, vemos con claridad las auténticas prioridades de la vida.

Lo primero que le conté a aquel doctor huesudo que arrastraba los pies al andar por la moqueta del recibidor de su casa fue que quería ser bailarina y que estaba cansada de ir de puerta en puerta buscando a alguien que me curara. Nadie se atrevía a darme un diagnóstico definitivo, y cada vez andaba con más dificultad. El doctor me miró con seriedad y luego me invitó a seguirle. Atravesamos el salón comedor y entramos en una de las habitaciones.

“¿Qué te ha pasado?”, preguntó. “Me he quedado clavada en una clase de danza”. “¿Qué movimiento hiciste?”. “Estaba ejecutando un grand cambre con doble giro final”. Traté de marcarle el movimiento, pero sólo logré revolverme en mi propio dolor. “Comprendo”, asintió el doctor, “tú eres de las que ponen demasiadas expectativas en el cuerpo”. Aquella afirmación me sentó como un mazazo, pero a la vez me hizo reflexionar. Tal vez tenía razón, había llevado el cuerpo a un extremo y ahora éste me pedía a gritos un poco de descanso.

Me tumbé en aquella camilla con gesto escéptico, y con las botas puestas. Le pregunté si debía descalzarme y me dijo que no era necesario. Pensé “este tío me va a echar el sermón de mi vida”. Pero afortunadamente no fue así. El doctor empezó presionar con fuerza puntos concretos de mi ingle derecha. “¿Qué tenemos ahí, me duele horrores?”. “Esto es el psoas. Lo tienes contracturado y te está pinzando dos vértebras lumbares, por eso te cuesta andar”.

Me sorprendió que teniendo tantos dolores en la espalda y en la pierna aquel hombre se centrara sólo en aquella zona. Pero lo cierto es que no veía que en su actitud hubiera un ápice de irresponsabilidad. Más bien al contrario, me transmitía serenidad y respeto. Así que me quedé tranquila y le dejé hacer.

Cuando acabó, me pidió que me pusiera en pie. Al hacerlo vi que ya no sentía dolor alguno. Anduve por el comedor sin sentir el menor rastro de mi lesión. No pude evitar lanzarme a darle un abrazo que, como buen británico, le dejó un poco descolocado. “¿Qué técnica utilizas?”, pregunté emocionada con la pretensión de memorizarlo bien para poder compartir aquel hallazgo con todo el mundo. “Bueno, esto es osteopatía”. “Ah”, respondí. No tenía la más remota idea de lo que significaba aquello de la osteopatía, aunque haberlo experimentado para mí era más que suficiente. En el año 98 la osteopatía aún no estaba de moda.

Tras cuatro visitas me curé del todo y pude continuar mi experiencia londinense, aunque por un tiempo decidí dejar colgadas las zapatillas de danza y comprarme una máquina de escribir.