Le gusta hacerse llamar "poeta y nombrador", como su hija dijo en el colegio, cuando, con 8 años, le preguntaron qué era su padre. Fernando Beltrán es inventor de palabras como Amena, OpenCor o Faunia. Y, así, hasta casi 500 denominaciones en 22 años, entre ellas Equo, el partido ecologista. Su estudio, El nombre de las cosas, da título a un libro (Conecta) que son casi sus memorias

—¿Por qué El nombre de las cosas se ha convertido en libro?

—Para responder a mucha gente que se sorprende de que viva del oficio de nombrador desde hace 22 años. Aunque la travesía del desierto fue muy larga –nueve años– hasta que empezaron a llegar encargos suficientes como para poder comer de esto.

—De la poesía no se come.

—Con todo el romanticismo y la inocencia de la primera juventud, a los 17 años elegí el oficio de poeta, y con los años me di cuenta de que de la poesía se vive, pero no se come. Tuve que tener mil oficios: actor, guionista, vendedor de libros, administrativo, bailarín de claqué...

—¿Y en publicidad?

—Colaboré en estudios de diseño gráfico y en agencias de publicidad pero, para mi gran sorpresa, no había nadie dedicado exclusivamente a poner nombres. Había presupuestos enormes para el logotipo, el marketing, la publicidad, y el nombre era como algo añadido, cuando el nombre es la identidad, verbal y de la imagen, la que comunicas, la que pronuncias, la que es más difícil cambiar. Y pensé que era lo mío. Acababa de nacer mi primera hija y todos me decían "esto es todavía una locura mayor".

—¿El nombre debe ser natural?

—Platón decía que todas las cosas tienen un nombre natural y lo que hay es que encontrarlo. Y es verdad, mi experiencia me ha demostrado que el nombre está dentro de lo nombrado. Mi trabajo es sacar el nombre a la luz. No soy como un dios que nombra lo que no existe, sino como una comadrona que ayuda a sacar el niño.

—¿Siempre va con una libreta?

—Sí, siempre estoy apuntando nombres o escribiendo. Si hice esto fue para ser dueño de mi tiempo, de mi tiempo poético. El éxito me sorprendió, y me sobrepasó, con Amena, que fue una revolución, o Faunia, que antes era el Parque Biológico de Madrid, al que no iba nadie y con el cambio de nombre hubo colas. Yo no quería tener éxito empresarial, sino personal, para poder comer y seguir escribiendo mis poemas.

—¿Tuvo ofertas tentadoras?

—Empezando por la tentación propia. Afortunadamente, me dije "Fernando, sigue fiel al origen". Así que hoy trabajo con una persona nada más, Yolanda, y en los proyectos que lo requieren cuento con colaboración externa. No haber crecido nos ha servido para defendernos en época de vacas flacas.

—Con Amena le llegó el éxito pero no el dinero.

—Cobré una auténtica miseria pero me cambió la vida. A partir de ahí nos llamaron grandes empresas y era como un capricho, "es que tienes que ser tú". Amena fue un éxito: no era un nombre inglés, no era tecnológico y era femenino.

—Casi 500. Habrá tenido que explicar algunos: P4R o 8´17".

—Hay que explicarlos todos. El nombre no tiene que enamorarte en el primer momento, tiene que ir a más y crecer. Esos nombres fueron muy rompedores. P4R es peón, cuatro, rey, el movimiento del ajedrez que en todo el mundo se llama apertura española. La empresa que se atrevió a llamarse así es una empresa pública de exportación. 8´17" es el tiempo que tarda en llegar a la tierra un rayo solar, muy natural para una empresa de energía.

—¿Qué debe a Macondo?

—La lectura de Cien años de soledad me rompió por todos los lados. Releí mil veces esta novela maravillosa y sigue fascinándome. Los nombres son muy importantes en la literatura, en el cine, en el amor, en la vida, en la curación –una enfermedad no se empieza a curar si no tiene nombre–. García Márquez estuvo a punto de llamarle La casa a Cien años de soledad. La isla del tesoro, de Stevenson, llegó al editor como El marino cocinero: claro, no es lo mismo.