El mundo se divide entre quienes se quejan de no trabajar y quienes se quejan de trabajar. Dado que los primeros tienen motivos sobrados para lamentarse, nos centraremos en la otra mitad. Cada vez que ejerzo de cliente, la persona encargada de recibir mis denarios a cambio de objetos indispensables para mi bienestar, me recibe con un contundente "yo no tendría que estar aquí hoy". No es la frase que desearías escuchar de tu piloto o de tu cirujano. Atribuyen su malestar a que es festivo, lunes, horario nocturno, demasiado pronto o a que el big bang estalló en dirección equivocada. No protestan a su superior ni me lo dicen directamente. Utilizan como cámara de reverberación a un compañero de trabajo o a un cliente de más confianza, un método furtivo de privarte incluso del derecho de réplica.

La maniobra intimidatoria surte el efecto deseado. Ante la diatriba contra el orden económico internacional, dan ganas de pedir perdón, retornar lo comprado, bajar la cabeza cohibido y marcharse. Al fin y al cabo, les procuro molestias mínimas porque gasto por el valor mísero de unas decenas de euros. No quiero ni imaginar qué sucede cuando llega al establecimiento un político corrupto y cargado de billetes de 500 euros, con mucho que gastar. Asistimos a la disuasión del consumo por parte de quienes debieran incitarnos al mismo. No creo que desconfíen del cliente, sino de su propia capacidad de seducción.

A diario se pierden millones de euros porque el cliente se encuentra a susto. La simpatía vende. Alguien debería estudiar el peso de la sonrisa en el PIB y, a falta de documentación, voy a sostener que los grandes imperios se desmoronaron cuando dejaron de caer simpáticos. El monopolio del sector servicios olvida que la palabra procede de servir, con servicial entre sus anexos. Cuando un ser humano –incluidos gobernantes y almirantes– absolutiza su papel, procede recordarle que el único que puede decir "os doy de comer" es el agricultor, y ya no quedan. Para los demás, la guía es sucinta. En caso de duda, sonrían.