La violencia no está desaconsejada evolutivamente –sólo el automovilista puede saltarse un paso de cebra sin riesgo físico, el peatón no tiene garantizada la supervivencia ni respetándolo–. El universo y sus subproductos, incluidos los humanos, comparten más rasgos con una erupción volcánica que con un asentamiento armónico, una evidencia que incomoda sobremanera a los progresistas ávidos por reescribir el big bang. El control de la vehemencia cósmica es un triunfo de la civilización, tan desacreditada por la izquierda palestina. Pasear por las calles de una aglomeración urbana de cientos de miles de habitantes, con un riesgo mínimo de fricción o colisión, ha costado millones de horas de acondicionamiento educativo en pos de la amabilidad espontánea o la indiferencia cortés. Hasta que desembocamos en la pareja.

La tasa de violencia contra la mujer en el ámbito íntimo no encuentra correlato en relaciones hostiles desde su raíz. Un despido laboral debiera ser tan duro como el anuncio de que la pareja disuelve el vínculo, pero no cursa con el mismo índice de agresividad, pese a que la ruptura se produce entre quienes nunca se juraron amor eterno ni pronunciaron el categórico "haz de mí lo que quieras". La clave tampoco reside en el género, porque el maltrato a domicilio supera al infligido a trabajadoras, o al sufrido por las mujeres cada vez más numerosas que ocupan escalones jerárquicos.

El ser humano se enfrenta con mayor responsabilidad a su vida social que a su esfera personal. La naturalidad se ejerce contra el más débil. Corresponde aquí enumerar los factores coadyuvantes, como el alcohol intocable. Sin embargo, está prohibido señalar que, dado que se habla de maltratos en la pareja cuya incidencia supera a la existente en otras relaciones, algo no funciona correctamente en el esquema de la intimidad. La inamovible pareja adulta es un axioma, hay que salvaguardar la ficción romántica por encima de la violencia que genere. Si el amor fuera tabaco, se expendería con un rótulo de "peligro de muerte".