La autoayuda falla por su énfasis en el prefijo auto, una maniobra de despiste que nubla la evidencia de que la culpa la tienen los demás. A nadie le importa sentirse una birria. Esa degradación se hace incluso deseable, siempre que nuestros convecinos se encuentren en una situación todavía más deplorable. De hecho, no estamos tan ensimismados como pretenden los gurús. Sólo aspiramos a que los otros estén un poco más fastidiados, para ofrecerles el consuelo que certifique nuestra preeminencia. El drama surge en el preciso instante en que te planteas por qué son todos mejores que tú.

Si partes de un plano inferior, no equilibras la balanza cuando te suministran los libros o los medicamentos que deberían liberarte de tu complejo. De qué te sirve progresar, dado que los restantes mamíferos lo hacen en idéntica proporción. Con la democratización de la autoestima, regresas a la casilla de salida, unos peldaños por debajo de todos los demás. La inflación emocional ha convertido a tus semejantes en campeones de la sentimentalidad. Te aprestas a llorar a moco tendido, según indican todos los manuales pero, en cuanto sacas el pañuelo, tú interlocutor ya moquea alegando una tragedia personal más convincente.

Ansiamos al autor que se atreva a concluir que el único atajo para el fomento de la autoestima consiste en aporrear la estima ajena. Hay que educar a los niños en la competitividad emocional. Debemos adiestrarnos en la guerra por la supervivencia de nuestros afectos. La felicidad es una jungla darwiniana, donde sólo sobrevivirás si demuestras aptitudes para aplastar las sensibilidades que pugnan por imponerse a la tuya. Los recursos espirituales del planeta son tan limitados como los materiales. Compartirlos es dilapidarlos, apodérate de ellos. De lo contrario, seguirás pensando que son todos mejores que tú, incluso los más repelentes. Mírame a mí, sin ir más lejos. Seguro que en algún momento me has envidiado. Así de preocupante es tu situación. Si yo te contara, pero no te concederé esa ventaja.