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Adam Zagajewski

En el brillo de unas perlas

El poeta, premio "Princesa de Asturias" de las Letras, prosigue en Una leve exageración su defensa del arte y la "vida espiritual"

En el brillo de unas perlas

Además de uno de los grandes poetas europeos vivos, Adam Zagajewski es también un extraordinario prosista que destaca por las muchas páginas en las que cultiva con sensibilidad e inteligencia el ensayo, los recuerdos, el fragmento autobiográfico, las notas de un diario intermitente y hasta el aforismo. Materiales heterogéneos con los que construye habitaciones en las que el lector suele encontrar, entre las reflexiones iluminadoras sobre asuntos complejos y el relato personal, un grato hospedaje. Huye el autor, premio "Princesa de Asturias" de las Letras en 2017, de las infatuaciones estilísticas, de todo cuanto pueda sonar petulante o abstruso. Y eso que es uno de los últimos defensores de lo que él mismo llama "vida espiritual", expresión que el tiempo ha ido arrumbando en el desván de las antigüedades o en la inanidad de muchos exitosos libros de autoayuda.

Poeta que ha dado con una voz en la que se equilibran con rara intensidad lo cotidiano, lo íntimo, lo histórico y la meditación abierta a las epifanías, Zagajewski despliega en Una leve exageración todos esos atractivos del prosista que enhebra párrafo a párrafo los hilos del autorretrato y del retrato de una época. El libro, publicado por el escritor en 2015, acaba de ser editado por Acantilado (el sello español que más atención ha prestado al autor polaco) con traducción de Anna Rubió y Jerzy Slawomirski. Un volumen que tiene muchos puntos de contacto con los textos de En la belleza ajena e, incluso, con algunos de los ensayos de Dos ciudades, Solidaridad y soledad y En defensa del fervor.

Zagajewski se tiene por un representante de la "vieja escuela de la discreción de la Europa del Este" y, como se ha dicho, por "uno de los últimos escritores que utilizan de vez en cuando el concepto de vida espiritual". Crítico con la dictadura comunista de cuño soviético que gobernó su país desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1989, continuador original de algunos de los grandes poetas polacos del siglo XX (de Milosz o Herbert a Wislawa Szymborzska), Una leve exageración es también el intento (otro más y contado siempre de manera muy sugerente) de explicarse y explicarnos qué es la poesía. Las palabras de ese título fueron la respuesta que dio el padre del poeta, profesor e ingeniero siempre prevenido ante las aventuras metafóricas de los literatos, cuando un periodista le preguntó por un conocido texto de su hijo. A éste, de hecho, le parece que esa contestación es una "buena definición de la poesía".

El poema ha de resolver siempre la polarización entre la hipérbole (la exageración) y la lítote (la atenuación), viene a decirnos Zagajewski. Admirador de Antonio Machado (ojo, también de Philip Larkin), el autor de Releer a Rilke se muestra de acuerdo, asimismo, con la perspicaz Simone Weil: "Un poema es bello en tanto que el pensamiento del poeta descanse sobre lo inefable".

La poesía sería pues eso: una leve exageración, una hipérbole atenuada por las filtraciones de la realidad, de la ironía. Pero ha de aportar, asimismo, algún tipo de revelación y defender la "capacidad de dar consuelo". "La esencia del arte es precisamente la incesante lucha de lo pesado, de lo que deriva del sufrimiento, con lo que ilumina y enaltece", afirma Zagajewski, un autor en las antípodas de las líneas retóricas que derivan de Mallarmé: "La poesía francesa -la mayor parte de ella- no quería tiempo, no quería historia, no quería Vichy, no quería genocidios, no quería traiciones, vilezas, decrepitudes, ni enfermedades de Alzheimer -no me quería a mí-".

Una leve exageración es, además, el recuerdo familiar de la perdida Lvov, donde el poeta nació en 1945 y de la que fue desterrado con sus padres y hermana cuando tenía tan sólo cuatro meses de edad. La ciudad, perteneciente ahora a Ucrania, fue incorporada a la URSS y muchos de sus habitantes, entre ellos los Zagajewski, desplazados a Gliwice, población alemana anexionada posteriormente por Polonia. "€por qué cada ciudad/ ha de convertirse en Jerusalén y cada/ hombre en judío y hacer ahora el equipaje/apresuradamente, siempre, cada día/", dice Zagajewski en "Viajar a Lvov", uno de sus grandes poemas.

"Tal vez yo habría sido otra persona si hubiera contemplado las colinas de Lvov en vez de los castilletes de las minas de Silesia", cuenta ahora el poeta. En Gliwice, un avispado profesor de lengua polaca, un tal Markov, no pudo errar más al pronosticar el futuro de uno de los grandes líricos europeos: "Adam, estoy seguro de que serás un buen ingeniero".

Zagajewski repasa en algunos de los pasajes de esta obra miscelánea y fascinante su relación intelectual con autores como Gotfried Benn, Musil, Thomas Mann, Mandelshtam, Claudel, Brodski o Auden, entre otros. Opuesto al individualismo exacerbado y al colectivismo radical, afirma que se siente identificado con una afortunada conclusión de D. H. Lawrence: no hay que renunciar a la utopía, pero sólo bajo la condición de "conservar la templanza". Una búsqueda más, escarmentado por la experiencia de la pesadilla de alguno de los sueños del pensamiento utópico, pero alejada de las distintas formas del nihilismo contemporáneo. El poeta ve la literatura (tal vez, incluso, la música) como la "fuente de la honradez". Y su escritura, como una manera de avanzar en el conocimiento y la celebración: "para corregir mis torpezas, para corregir mi laconismo y, de los gruñidos y las frases truncadas, desgranar unas oraciones más largas y mejor argumentadas".

Calas en eso que Zagajewski llama la "vida espiritual", o sea, el intento de mantener la pesquisa de la verdad y, como hace resaltar el escritor, el sostenimiento de la insistencia en la "contemplación desinteresada del mundo". El poeta entra en la famosa pinacoteca del palacio Zwinger, en Dresde. Hay lienzos de Vermeer, de Tiziano y Giorgione. Conoce esas obras, pero nada logra despertar el acuciante interés de otras veces en esta tarde un poco abúlica. Hasta que da con un retrato que Rembrandt pintó dos años antes de su muerte. El modelo del cuadro, un anciano, le recuerda a su antiguo profesor de filosofía, un "testimonio de renuncia, indiferencia y decrepitud". Hasta que descubre el "resplandor delicado" de las perlas que cubren el sombrero de terciopelo del hombre del retrato. Y ve ahí, en ese brillo, una posible y hermosa manifestación de permanencia.

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