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Serie TV

Un Poirot gore y decadente

Tres horas de entretenimiento muy productives con uno de los inspectores más señeros

Escena de la serie.

Ustedes conocen a Hercule (o Hércules) Poirot y yo nunca creí que pudiera escribirse en la misma frase su nombre y la palabra que designa a un género que se recrea en las escenas sangrientas. Pero así son las cosas en esta (por otra parte, excelente) adaptación británica del clásico policial que en español se tituló El misterio de la guía de ferrocarriles. Si a una enferma de tisis le viene el vómito de sangre, primer plano y vómito completo. Si un desgraciado goza cuando una prostituta le pasea la espalda clavándole en ella los tacones de aguja, secuencia completa de la andanza. Si algo añadiesen tales efluvios o hincaduras a la acción, bienvenidas fueren; pero no es así: nada del té con pastas a que nos habituó su autora Agatha Christie. Allá cada cual con sus gustos. Es estupenda la serie en cuanto que no nos ofrece al detective belga como acostumbra y ya fatiga. Aquí no es ese bajito de cabeza de huevo, redicho estimulador de sus "células grises" mentales que le llevan a descubrir por aparentes indicios nimios los crímenes más alevosos. Tampoco luce bigotazo engominado (aunque se tiñe y se le destiñe su barbita en una escena magnífica), pero conserva su elegancia, esa virtud que nunca se pierde. Es un Poirot ya fuera de época, decadente, rebelde ante un tiempo que pretende arrumbarlo como policía obsoleto. Siempre se discutió sobre los orígenes de nuestro estirado hombrecito, tan voluntariamente dejados en contradictoria penumbra por su autora. Sí, parece que escapó a Inglaterra huyendo de los alemanes. Pero aquí se da otra vuelta de tuerca: ¿se imaginan a un Poirot sacerdote al que un tremendo fracaso lo hubiese llevado al exilio, un nuevo Lord Jim? No puedo añadir más. Decadente: ya no le acompaña el leal inspector Japp, ahora jubilado cavando la huerta. Le sustituye el agrio inspector Crome, joven rencoroso que malamente soporta al que tiene por entrometido Poirot. Decadente. Nuestro Poirot se gana la vida actuando en las fiestas esnobs de los ricachones (como sir Carmichael y su esposa enferma Hermione, que parecen incrustados a calzador en la historia: no será así) con los que simula un crimen y los ayuda a resolverlo. Juega a detective hasta que el deber y la incompetencia ajena lo llaman. Un asesino actúa siguiendo el orden alfabético para elegir sus víctimas y el lugar del crimen: poblaciones con estación de tren. Le envía cartas a Poirot excitándolo para que participe en el horrendo juego. ¿Es alguien que conoce su pasado? ¿La némesis de nuestro detective? ¿Alguien que pretende superarlo en materia gris? Las investigaciones apuntan a un desolado epiléptico, vendedor de medias y enorme creación de Eamon Farren. Y como las buenas creaciones son tan grandes como sus secundarios, van apareciendo la rubia tontuela Betty y su hermana obesa y triste, la polifacética Shirley Henderson como vieja alcahueta alcoholizada, la desenvuelta arribista Thora... Pero, claro, todo el peso recae sobre John Malkovich (y sobre ese gesto tan suyo de alargar el morrito). Enhiesto, digno en su decadencia, garante de los viejos valores (observar, relacionar, deducir, escudriñar en lo aparente para develar lo cierto) frente a un mundo de prisas descuidado y superficial. El malo o la mala o los buenos o las malas (no puedo decir más, so pena de ser un "destripador", también llamado "espóiler") acabarán cayendo, pues esa es la regla básica de la gran Christie: el crimen siempre paga. Sin embargo, casi se asemeja más lo que vemos a un canto de cisne de Poirot, anterior a Telón (la novela en que fenece), un hombre fuera de sitio pero imprescindible. ¿Metáfora del hoy? Ustedes mismos. Pero qué tres horas de entretenimiento más productivas. Lástima del gore. Prejuicios míos.

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