Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El ingenuo seductor

Ser la norma

La celebración del Día del Orgullo Gay motiva una reflexión sobre cómo han cambiado las cosas en este colectivo que ha pasado de ser un grupo que reivindicaba la diferencia a convertirse casi en un colectivo emocional y estéticamente conservador

Los organizadores en la presentación de las fiestas del Orgullo Gay en Madrid.

No todo empezó en Stonewall. A veces creo que la primera vez que Quentin Crisp salió a la calle haciendo gala de una distinguida excentricidad ya se alteró la norma. El día que Virginia Woolf se encontró con Vita Sackville-West en el elitista Grupo de Bloomsbury se estaba empezando a cambiar un hábito. Cada vez que un gay o una lesbiana quiebra la regla que le impone ser de aquella manera que considera aceptable una mayoría conservadora e indiferente, Judy Garland y Freddie Mercury bailan agarrados el The Great Pretender.

Pero es cierto que hasta que uno no da un golpe en la mesa, nadie gira la mirada. Nuestra sociedad se rige por el disturbio; solo eso llama la atención de los gobernantes, del grueso de una sociedad ajena a la diferencia, que en ese momento visibiliza una situación de acoso y represión a las libertades individuales y a los derechos de un colectivo de hombres y mujeres que durante siglos tuvieron que hacer de su lucha una batalla individual. Con los disturbios de Stonewall, aquella madrugada del 28 de junio de 1969, se empezó a hablar de unión, se dieron cuenta de que juntos tenían más fuerza. Esa fue la gran victoria de Harvey Milk en el San Francisco de los años 70: reclutar a hombres y mujeres para unidos luchar contra un orden político que, hasta ese momento, aceptaba sin conflicto que una conducta homosexual fuera delito.

Solos, o en compañía de otros, nuestra lucha siempre se ha basado en quebrar las reglas. No hay nada sagrado en ellas. El sistema tiende a crear un orden a imagen y semejanza de sus gobernantes, de la ideología regente, no a imagen de los deseos, inquietudes y valores de sus ciudadanos. Por eso quebrar esas normas que alimentan la discriminación entre unos y otros es ley de vida, no delito. Tal vez esa es la razón que hace que cada año, con la llegada del Orgullo LGTB -no solo es una reivindicación gay-, mire a mi alrededor y me pregunte cuánto de todo aquello queda vivo en la población actual de gays y lesbianas.

Soy el primero que celebra esta fecha con orgullo pero observo con cierto recelo cómo hemos pasado de ser un grupo de ciudadanos reivindicando la diferencia, quebrantando las reglas, a convertirnos en un colectivo emocional y estéticamente conservador. Y eso es mucho más visible en la población de hombres homosexuales que acabó siendo mucho más atractiva para el sistema (desde el punto de vista económico y de consumo) y éste la asimiló con más visibilidad que al resto. Tal vez ese sea el precio de la equiparación del diferente: la "normalización". Peligrosa palabra. Porque somos diferentes. Todos. Por eso soy más partidario de reivindicar la equivalencia a la igualdad pero ese es otro tema.

Cuando llega el Orgullo apenas encuentro un espacio para la diferencia, aquella que impulsó nuestra historia y nuestras reivindicaciones. Hemos acabado siendo tan iguales que corremos el riesgo de perder la identidad. Y sí, también hablo de una estética, de unos hábitos, de unas costumbres. De hecho, no querer formar parte de la estética gay dominante se paga con la marginación más sutil: aquella que te excluye de la posibilidad. Y ante el abismo personal de no cumplir los requisitos que te convierten en un hombre atractivo para los atractivos, acabas haciendo lo que los demás esperan de ti -los armarios también evolucionan- para transformarte en una litografía de ti mismo. Casi nos hemos convertido en una tribu urbana, y eso poco tiene que ver con emociones y derechos.

Celebramos, como no puede ser de otra manera, el detalle simbólico de aquellos ayuntamientos que deciden reivindicar años de lucha izando la bandera arcoiris en sus fachadas. Conmemoramos diez años de matrimonio igualitario, gran logro del activismo lgtb de este país. Y todo eso lo hacemos desde una uniformidad que me recuerda a aquellos años en los que nos burlábamos de los ´pijos´ porque eran todos iguales. No quiero con ello decir que no exista la diferencia; lo que percibo es que no se visibiliza. Que nos gusta sentirnos parte de la posibilidad y que si eso pasa por la uniformidad de imagen, brazo, pectoral y glúteo caeremos en la norma sin plantearnos, un segundo siquiera, que precisamente nuestra identidad radica en quebrar la norma. Y estamos convencidos de que decidimos en libertad sin comprender que esa autonomía es la misma que tiene un niño pequeño cuando elige los juguetes que le va a pedir a los Reyes Magos. Tal vez esa sea nuestra revolución pendiente, la de dejar de ser la norma que nosotros mismos nos hemos impuesto y convertir la diferencia en algo mucho más atractivo.

Compartir el artículo

stats