La playa de los niños de pueblos de interior de los años 60 se llamaba safareig. Las piscinas privadas y públicas eran tan raras como un pingüino en el desierto. Las visitas a la playa eran esporádicas para la inmensa mayoría de la población.

Un baño en el mar requería organizar una expedición que incluía, en primer lugar, una compleja organización del transporte. Además, había que preparar tortillas, ensaladillas y filetes empanados con los que reponer energías. Las fiambreras metálicas se ordenaban en cestas antes de la partida. Lo del tupperware se había inventado en Estados Unidos en 1946, pero aún no habían aterrizado en Mallorca las reuniones de mujeres que regresaban a casa cargadas de envases de plástico. La sandía era el postre favorito. Se conservaba fresca metiéndola en el mar con una bolsa de rejilla que se amarraba a una roca con una cuerda. Las neveras portátiles eran un sueño.

La playa de Alaró, mi pueblo, era el safareig de Jaume Guardiola, Bombo. En sus limpísimas aguas aprendieron a nadar por un módico precio varias generaciones de niños alaroners. El método era tan intuitivo como efectivo. Al menos un día a la semana se cambiaba el agua por completo. Entonces sólo los más osados se atrevían a adentrarse en el líquido helado recién salido de la fuente de ses Artigues. Era impensable que coincidieran los dos sexos al borde de la alberca. Los turnos de uso se cumplían estrictamente.

Además de los juegos infantiles callejeros o las fiestas de Sant Roc, en el pueblo se ofrecía otro espectáculo a los niños. En cuanto comenzaba la trilla de los cereales, nos agolpábamos alrededor de la era situada en el Camí de Vela, uno de los que unen los Damunt con los Davall, los dos barrios más característicos de Alaró.

La representación a la que asistíamos era monótona. Quizá por eso quedaba fijada en nuestra memoria igual que una oración repetida mil veces. Un hombre con sombrero de paja para protegerse de los rigores del sol se situaba en el centro del círculo. Sujetaba con una mano una cuerda que estaba atada a la cabeza del caballo o mulo. El equino llevaba anteojeras -clucales-. Para que no se mareara, según explicaban a los niños. Arrastraba el trillo -carretó de batre- en forma de estrella, más estrecho en la parte interior que en la exterior. Vuelta a vuelta separaba el grano de la paja.

El hombre no dejaba de incitar al cuadrúpedo a seguir su ruta infinita. De vez en cuando se lanzaba a cantar una canción monódica, una canción de trabajo de esas que antiguamente acompañaban las labores del campo: llaurar, segar, batre, exsecallar... Quizás fuera esta la letra, pero siempre he tenido muy mal oído: "Ah, si no fos pes carretó, arri!, / que va darrera, darrera, arri!, / no hi hauria cap somera, arri!, / que batés un cavaió, arri!

Hoy no existe la era del Camí de Vela. Sobre su base se levanta una vivienda. Primero llegaron las batedores mecánicas y, después, los procesos integrados que en apenas unas horas siegan, trillan y empacan la paja de campos inmensos de cereal. Las canciones de trabajo se conservan gracias a la recopilación de Baltasar Samper, Antoni Noguera y otros musicólogos. El safreig de Jaume Bombo ha sido sustituido por una piscina municipal y centenares de privadas. El mar está a veinte minutos por autopista. Nuestro destino más cercano es el que se ha esfumado con más intensidad. El más incierto de todos.